
La pobreza siempre me obsesionó. Tal vez porque nací en una familia que rayaba su línea apenas unos milímetros más arriba.
Mi padre trabajaba de viajante, lo que le obligaba a pasar días fuera de casa. Vivíamos en un primer piso de una calle estrecha con nombre de santo católico y apostólico romano, que hasta bien entrados los setenta tenía aceras mínimas y un piso de tierra. Los niños del edificio lo apisonábamos en nuestras permanentes carreras de pilla-pilla y, más tarde, jugando partidos de fútbol sin porterías, con una pelota verde, regalo de compra de los famosos y únicos zapatos Gorila.
Los coches se alineaban en la acera de enfrente, la que no tenía portales. La nuestra quedaba libre, despejada para nuestro campo de juego.
Todas las familias de la calle compartían la misma situación económica: padres trabajadores y madres, amas de casa, CEO’s domésticas que diseñaban las estrategias operacionales de la familia y gobernaban la educación de los hijos con la destreza que les daba el MBA de la vida. Entre ellas reinaba una vigilancia constante, una observancia de la línea central del vecindario bajo el principio común: «somos humildes, pero honrados».
Eran tiempos sin política para nosotros, los niños. Las disputas no pasaban de si aquello había sido gol, de quién saltaba más alto o de si el camarero del bar nos daba un vaso de agua cuando, medio deshidratados, evitábamos subir a casa para no arriesgarnos a que nuestras madres nos obligaran a quedarnos encerrados camino de la bañera.
Yo era feliz porque era libre. O quizá era libre, y esa era la razón de mi felicidad. Sin embargo, me obsesionaba la pobreza porque mi padre, en las comidas de sábado y domingo, repetía como un dogma que yo nunca sabría ahorrar nada, que acabaría mendigo. Esa insistencia me hacía reflexionar cada vez que mi madre me daba unas monedas para comprar caramelos o la bolsa de papel que contenía un puñado de soldados de plástico. Soldaditos diminutos, con base para sostenerse, sin apenas rasgos que los diferenciaran. Daba igual que fueran marines norteamericanos, japoneses imperiales o alemanes: todos eran idénticos.
Guardaba las vueltas de los recados en una caja metálica que había contenido una jeringuilla de cristal y que aún olía a alcohol. Bajaba con cinco pesetas en un puño y el casco de cristal en la otra mano. «No se te caiga el casco, que cobras», advertía mi madre. La tienda quedaba justo debajo de casa, pero para el vino Costa —un tinto peleón que alegraba el arroz con conejo de los domingos— había que ir a la bodega. Aquellos ahorros apenas superaban nunca las tres pesetas, porque terminaban canjeados por caramelos Sugus. Tras el atracón, los remordimientos eran inevitables, y las palabras de mi padre resonaban como condena: incapaz de prosperar.
La obsesión se difuminaba cuando escuchaba a mis amigos jugar en la calle. Bastaba una excusa y unos pucheritos para que mi madre cediera. Al principio creí que se conmovía con mi teatro infantil; más tarde supe que me dejaba salir simplemente para perderme de vista una hora, que yo estiraba hasta tres.
El barrio era obrero, lo que era lo mismo que decir pobre. Su estatus subió cuando comenzaron a asfaltar las calles. Aquello tuvo efectos opuestos: no podíamos jugar más a las canicas ni a la lima, pero descubrimos el arte de fabricar porras con el alquitrán recalentado. Hundíamos un palo en aquella masa negra y pegajosa, le dábamos vueltas hasta formar una bola, y luego la terminábamos sobre la arena de alguna obra, que le daba una textura granulada perfecta para endurecerla. Con las porras acabadas nos dividíamos en equipos y nos perseguíamos en batallas de cachiporrazos. Al final del día, entre chichones y risas, evaluábamos cuál tenía mejor factura y cuál había demostrado más contundencia.
Aquel verano olía a alquitrán y a infierno. El calor subía por las fachadas y se colaba en las casas. Puede que hubiera sido buena idea conservar mi porra, la que tantas cabezas golpeó amistosamente, pero tuve la mala ocurrencia de guardarla en el bolsillo del pantalón. Cuando mi padre llegó con unas bolsas de naranjas, me pidió que lo ayudara a subirlas. Terminé sudoroso y mi madre me ordenó meterme en el baño para lavarme. Fue entonces cuando descubrí que el alquitrán había arruinado la tela blanca del bolsillo. Temiendo la mano de mi padre —más semejante a la garra de un oso que a una mano humana—, recurrí a las tijeras de uñas que mi madre guardaba en un neceser de plástico y corté el bolsillo entero para eliminar la prueba.
Días después, mi madre descubrió la ausencia de tela mientras planchaba. Cuando me interrogó, improvisé una mentira: lo había cortado porque necesitaba meter la mano para rascarme mejor. La bofetada fue sonora, pero infinitamente más liviana que la que habría descargado mi padre.
Pasé el resto del verano con un bolsillo menos y la sensación de que, por esa carencia, me acercaba más a la estética de los pobres: a ellos siempre les falta algo.
No sé qué fue de aquel pantalón ni de las sandalias de goma con que nos calzaban a todos en julio. Tampoco sé qué ocurrió con aquel compañero de colegio que tenía una cabra en el patio trasero de su casa, del que no recuerdo ni nombre ni cara. Mucho menos de Fernandito, mi amigo inseparable, hasta que sus padres prosperaron y se mudaron a un barrio mejor. O de Silverín, el del quinto, con quien jugaba desde la mañana hasta la noche y con quien disputé nuestro primer maratón: cien vueltas a la manzana. Él no pudo terminar: su madre lo amenazó con dejarlo sin tortilla de patatas para cenar.
La vida siguió y yo crecí con la obsesión de mi padre clavada como un estribillo. Hoy doy fe de que se erró.
Soy socio principal de un bufete en Madrid y soy pobre, porque no puedo sentir la salvaje dicha de hacer lo que me dé la gana, de correr hasta la extenuación bajo un sol brutal, de pelear con porras de alquitrán o de escapar del perro del carnicero por las calles de un barrio obrero donde, sin saberlo, respirábamos la verdadera y esencial riqueza: la libertad.
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Imagen: Sora AI

