Relato publicado en la Antología del Iº Certamen Relatos UNED. Alcalá la Real.

El sendero asciende sinuoso por entre los pinos que filtran la luz de la tarde en delgados rayos oblicuos. El caballete pesa y las agujas secas, que cubren el suelo, crujen bajo los pasos menudos de la mujer. No esperaba la presencia del cabrero junto a su roca-atalaya, que le sirve de lugar de trabajo desde hace semanas. Unos saludos urgentes y hoscos se cruzan sin apenas una mirada. Ella teme una conversación que no llega porque el pastor, hundido en la lectura, solo alza la cabeza para vigilar a las cabras, que buscan y rebañan entre la sequedad del suelo y los resquicios de las piedras. La mujer coloca el lienzo y abre la mochila.
—Si estorbo, me lo dice, señorita, y me marcho con los animales —dice él bajo el sombrero de ala ancha que le oculta parte del rostro.
—Para nada —miente ella, que apenas dedica dos miradas esquivas al escorzo que, sentado en el suelo, solo atiende a líneas paralelas de palabras en negro.
La pintora esparce briznas de trementina en el aire caliente de una tarde que se sofoca con el verano prematuro. El pincel abarca y traza, motea y expande el óleo con rápidos movimientos de muñeca y traslada a la tela un océano de olivos formado por olas petrificadas de tierra que rodean Sierra Mágina, isla habitada de pinos náufragos en el centro de un mar de aceituna. Allí, cerca de la cumbre, la mujer farera, sin haz de luz para avisar a quienes navegan por las cuadrículas simétricas, domina desde su otero la panorámica espiritual del Jaén eterno.
El perro del cabrero juguetea entre el esparto y los enebros, persiguiendo olores. Salta y corre, se detiene y vigila a las cabras que mordisquean al ritmo de la chicharra invisible. La mujer lo mira y advierte al dueño, ajeno en su lectura.
—¿Podría decirle a su perro que se aleje, por favor?
—¡Demóstenes, aquí! —ordena el cabrero.
Extraño nombre para un vulgar perro mestizo que rastrea escarabajos entre tomillos y encinas a las faldas del Pico Miramundos. El animal, sentado ya junto al pastor, se refresca a bocanadas de aire caliente y cierra plácido los ojos al recibir las palmadas amigas en su lomo polvoriento. La pintora espía de reojo al hombre, que sigue concentrado en las páginas. De pronto el cabrero se incorpora y saca de un viejo zurrón de piel un bolígrafo negro con una estrella blanca en la punta del capuchón. «Imitación», piensa ella.
La letra manuscrita se desliza con la presteza del entrenamiento diario en la cuidada caligrafía americana, que ordena las anotaciones con una precisión poco habitual en quien conduce un rebaño por los campos de Huelma. La curiosidad lee de soslayo el encabezado: «Disposiciones jurídicas en el caso de maltrato», y confirma en la cubierta: Anuario penal.
Dos cabras pasan cerca del caballete y el movimiento alerta al pastor, que alza la cabeza y sorprende a la fisgona.
—Creo que la están molestando —señala, al tiempo que se levanta y guarda la revista junto con el bolígrafo.
Ella, con el pincel suspendido en el limbo de las preguntas inoportunas, se atreve:
—¿Le gusta el Derecho?
—Me gustaba —responde, y recoge del suelo lo poco que lleva consigo.
La mujer se detiene en las facciones del cabrero y descubre, bajo una barba de días, un destello de perfil clásico, sereno y sabio extraído de las viejas estatuas.
—Un pastor que lee jurisprudencia… —lanza al aire.
Él se cruza la bandolera sobre el pecho y se cala el sombrero de ala ancha.
—Hubo uno que en otro tiempo leía y escribía poesía —recoge él y devuelve—. ¿También te llamas Miguel? —indaga ella con picardía en las palabras.
—No, pero mi apellido sí es Hernández. —(Él deja la puerta abierta).
Un choto que se aleja y el guardián, alerta, lo reconduce al redil visual de su amo.
¿Qué hace un cabrero leyendo leyes anotadas con un Montblanc falso y sin tirar piedras al rebaño?
El hombre la observa fijamente, sonríe y avanza unos pasos hasta colocarse frente a frente. La pintora puede apreciar el iris caramelo con borde gris.
—No siempre se es lo que parece, señorita.
—Ya veo, ya —contesta ella, demorándose en unas facciones que utilizaría como modelo—. Mi padre era hombre de campo —aclara él—. Me mandó a la ciudad para que desertara del arado. Estudié Derecho y terminé encontrando las mil maneras de que quienes no debían eludir a la justicia pudieran hacerlo… y eso pasa factura. Al final entendí que la única vía para crecer es elegir el momento adecuado para decir adiós.
La mujer saborea las palabras que calan y ofrecen la panorámica de un alma.
—¿Y por qué pastor?
Él, sin darle la espalda a ella, traza un arco con su brazo ofreciéndole el entorno, con el Pico Miramundos en su vértice, soberbio. El vuelo de un águila suspende el tiempo interior de la mujer, que lo observa cautiva.
—Porque mi abuelo lo fue aquí y nunca lo vi infeliz.
La silueta del ave se alza aún más y planea sobre las olas perennes y verdes del olivar. El pastor da una orden y el perro reúne al rebaño que emprende el regreso a Bélmez.
—¿Vendrás mañana? —coquetea ella.
Él desanda lo andado y vuelve con una sonrisa repleta de intenciones. Lleva algo en la mano.
—Guárdemelo, por favor —le dice, al tiempo que le ofrece un objeto negro—.
—Por cierto, el bolígrafo es original y no es que sea importante para mí, pero por favor, no lo pierda —la mira fijamente a los ojos—; así me veré obligado a volver para recogerlo.
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Imagen: Sora AI

