Cena en Tiempos Rotos

A Diego ya le pesan los kilómetros cuando entra en el carril de desaceleración que lo conduce a la zona de descanso del Restaurante Los Hermanos. A pesar de cumplir con el cierre decretado por el Gobierno, a causa de la pandemia, el local mantiene encendidas las farolas en todo su exterior, desde el edificio hasta la zona habilitada para el aparcamiento, donde pueden descansar alineados hasta treinta vehículos de gran tonelaje.

En la esquina norte del edificio, no lejos del acceso exterior al amplio comedor ahora sin servicio de comidas, la dueña ha habilitado una vieja furgoneta Ebro, rescatada del desguace y pintada de amarillo y verde. Funciona como despensa: bocadillos, fruta y refrescos para los camioneros. Ha imitado, a su manera, la iniciativa de El Hacho, allá abajo, en Lora de Estepa, y anuncia que no quiere dinero, tan solo que todos lleguen sanos y salvos a su destino. Lo escribe en un cartel elaborado a mano, con alguna falta de ortografía que nadie comenta.

Diego sabe que la anfitriona lleva sobre los hombros un año torcido. La pandemia se llevó al hermano, su socio. El cierre forzoso la empuja cada vez más cerca de la ruina, con un ERTE en curso para los tres camareros y las dos cocineras que están con ella casi desde el principio, cuando las pesetas dejaron de circular y se necesitaba una calculadora para saber qué se cobraba.

La maniobra de estacionamiento es lenta. Le recuerda a las de la Armada, cuando las fragatas atracan al pairo, alineadas una junto a la otra. Ha contado algo más de quince camiones. Cree distinguir entre ellos a algunos conocidos. Es buena noticia. Los camioneros son como una manada que se avisa y protege de los lobos, no importa si tienen rostro humano o se visten de accidente o temporal.

Reconoce la cabina del Renault de Ginés, el murciano. Cincuentón apretado por su buen saque en la mesa y el mejor compañero que se puede tener en carretera. Aún recuerda aquellas rutas desde Alemania a Pamplona con motores de automóvil, en mitad de los diluvios franceses. La emisora CB no dejaba de dar avisos por el canal 19, mientras ellos desgañitaban sus risas por el 21.

—Parecemos la vuelta ciclista, pijo, uno detrás de otro, como el Induráin y el Perico.
—¿Y quién es quién, Ginés?
—Tú el más largo, yo el más recortao.
—Es que te faltó algo de Cola Cao cuando eras chico.
—Me parece que sí. Mi mamá solo me daba puchero pasao por la túrmix con to su tocino. Así he salío: reconcentrao.

Ginés tenía poco de ciclista, pero era un portento entre fogones. A pesar de lo escueto de su cocina de campo, cuando la ocasión lo permitía, sacaba sus aperos, como él los llamaba. Al resguardo de la caja del camión, sobre un hornillo y su olla, vertía un chorrito de aceite de oliva virgen, unos ajos, sal, tres tomates maduros y un par de kilos de carne. Removía con afán, como un druida sobre su marmita, hasta que nos daba a probar.

—Nene, si echas bueno, sale bueno —decía cuando le elogiaban el guiso.

Más allá se encuentra Pedro el Lienzos, que dejó la tienda de cristales y marcos familiar para amarrarse al volante. Buscaba la independencia que las órdenes de un padre muy curtido le negaban. Y también está María Barrales, la Barra de Alcorcón, que cambió la hostelería por la carretera con tanta soltura que, como ella misma decía: «Vosotros sois unas compañeras más para mí». Nadie le replicó nunca el género. «Todos somos uno y una somos todos», dijo Esteban, el Mercadono, parafraseando a Dumas.

Diego siempre pensó que el apodo de María venía del apellido. Pero Andoni, el Txepas, le contó otra historia. Una noche, en la zona de descanso de Paterna, la encontró enfrentándose a dos tipos que querían abrirle la caja del camión. Llevaba la barra de hierro que siempre escondía tras el asiento del acompañante. Andoni exageraba con gusto:

—Un molinillo parecía la María, de esos que no ves las aspas. Les daba en los brazos, sin piedad. Hasta que a uno le brilló la navaja a la luz de los faros. Entonces, ¡zas!, le dio en la mandíbula. Crac, como una nuez. «Hoy no me vais a robar, no sé mañana, pero hoy, por mi madre, que no», les gritó. Yo llegué corriendo y les dije: «No vengo a ayudarla, que sola se basta. Solo espero que me deje algo. Hoy tengo ganas de repartir algo más que buenas noches». Y todavía atinó María a estamparle un último golpe al más rezagado.

Luego se fueron a cenar.

—Desde ese ventanal del restaurante se ven los camiones —le dijo Andoni.
—Me parece buena idea, pero me llevo la barra.
—Sí, pero antes échale un agua y quítale la sangre.

Diego se acerca ahora al grupo, ajustándose la mascarilla. Los saluda a todos. Han sacado unas hamacas de playa y han dibujado un círculo amplio, por aquello de las recomendaciones sanitarias. Esta noche van a cenar bien.

Ginés está muy concentrado en su rincón, oliendo el guiso. María reparte copas de cristal, de las duras, de trote, como ella dice. Andoni llega con una hogaza de pan que corta en generosas rodajas. Pedro forma una mesa improvisada con varias neveras de plástico y extiende el mantel que su señora le guarda en la cabina, junto a la cesta de mimbre. Esteban corta tomates y los reparte, con mucho aceite y poca sal, como le gusta.

Diego saca dos botellas de Ribera del Duero, que abre y sirve copa a copa. Menos en la de Esteban, que vuelve a la ruta en cuatro horas. El centro logístico abre a las seis.

Mira a su alrededor. La pandemia ha hecho saltar por los aires muchas certezas, pero esta —este círculo de confianza, aceite y pan— permanece. No sabe si mañana seguirán en ruta. Pero esta noche, al menos, están juntos.

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Imagen: Sora AI

Soy Liberato Antonio Pérez Marín

Granada, 1964.
Como autor, firmé la novela Erres —finalista del Premio Nadal 2019— bajo el seudónimo Tomás Marín, en honor a mi abuelo materno. He sido finalista del Max Aub y ganador del V Premio Internacional de Narrativa «Ciudad de la Cruz», entre otros.
Me he dedicado a la enseñanza de la literatura en distintos niveles y he impartido análisis de texto y género de opinión para periodistas, muchos de los cuales están en ejercicio profesional y les sigo con interés.
Viajero por naturaleza, prefiero pasar desapercibido para observar: mis historias nacen de ese detalle que surge por azar y se convierte en revelación.
En este blog comparto relatos inéditos, fragmentos y reflexiones sobre el oficio de escribir, invitando siempre al diálogo literario con quien quiera asomarse.