
Preparar un buen capuchino es un arte. Aunque es imprescindible, hay quien olvida limpiar la varilla de la máquina, abriendo el vapor durante tan solo unos segundos para expulsar cualquier residuo que aún quede en el sistema.
Después de verter la leche entera en una jarra metálica —nunca de plástico—, se sumerge la punta de la varilla al nivel justo y preciso que crea una espuma cremosa y de buena calidad.
En este punto, el secreto se centra en el oído; si se oye un chup chup, todo marcha bien. En cambio, si se percibe un ligero gemido o si aparecen burbujas, se debe a que o bien la varilla está demasiado sumergida o bien se ha colocado demasiado elevada.
La textura perfecta se consigue cuando la leche alcanza entre los cincuenta y cinco y los sesenta y cinco grados centígrados. Para comprobarlo, siempre tengo a mano un pequeño termómetro.
La espuma se vierte con cuidado sobre el café humeante y, con una varilla fina, creo formas que varío dependiendo del día de la semana: dinosaurios, atardeceres en la sabana, corazones cuando alguien me pide un detalle para su pareja.
Aprendí este protocolo casi religioso en Londres, en la cafetería del The Natural History Museum, donde me llenaba de satisfacción comprobar la sorpresa en el rostro de los clientes al descubrir el lienzo de espuma y café que adornaba sus tazas.
Ahora puede que te preguntes qué he necesitado para llegar a conocer el secreto del perfecto capuchino. La respuesta es simple: cuatro años de grado en Biología y un año de máster oficial en Genética y Biología Celular, adoquinados por becas que llegaban mal y tarde, y sostenidos por el continuo socorro de unos padres que, en su bar familiar de pueblo, ponían los suficientes cafés y tostadas para que el hijo estudiara en la ciudad.
A la vuelta del máster, alguien me recomendó una formación en Recursos Humanos para hacer más atractivo mi currículum ante los laboratorios. Opté por una escuela de posgrado privada, muy costosa, que prometía el cielo laboral bajo el ala de sus convenios con empresas de renombre.
Inmerso en ansiedad, añadí un año más al dispendio de mis padres. Incluso llegué a enfrentarme a su ignorancia sobre la importancia de aumentar mi preparación, soltando un «¿y vosotros qué sabréis?» que debió dolerles no tanto por el desprecio, sino por la soberbia que ellos mismos habían costeado.
Tomé un préstamo personal, avalado por su local, su trabajo y su paciencia.
Terminé el periodo lectivo y mientras preparaba el proyecto final de máster, llegaron las prácticas adornadas de promesas que buscaban mi ovina implicación. Todo aquello coincidió con aquellas acampadas a las puertas de los ayuntamientos, asambleas de buena voluntad roussoniana que, al principio, desprecié desde mi pedestal de mármol y sueños de sueldos prometidos.
Jugué a ser responsable de equipos en mi proyecto, diseñado sobre teorías aplicables a tecnologías de última hornada, aunque la empresa donde practicaba no era más que un almacén logístico de medio pelo en el Parque Logístico de Villaverde, en el eje Sur de Madrid. Cuando pregunté si aquellas prácticas serían valoradas en laboratorios, la orientadora respondió: «Todos los departamentos de recursos humanos son iguales, desde un matadero de pollos hasta la NASA».
Durante los últimos meses, comprendí que todo aquel esfuerzo no era más que una pérdida de tiempo que solo serviría para añadir un título más en mi página de LinkedIn. El tutor del proyecto insistía en los plazos inamovibles, el banco recordaba el pago mensual, y mis padres mantenían el rescate económico.
Desencantado, comencé a asistir a las asambleas reivindicativas de, ahora mismo no recuerdo de qué. Me mimeticé con quejas ajenas, culpé a la orientadora, a los políticos, a los partidos, incluso a mis padres. Asumí un discurso de protesta que no era más que una puerta de salida.
A pesar de las clases de Armando, el mejor profesor del máster, que nos alertaba sobre cómo la queja de uno puede contaminar al grupo en espacios de trabajo, no supe o no quise escalarlo a la marea de agravios a la que me había sumado. Me convertí en un activista frustrado, atrapado entre consignas y contradicciones.
Cansado, volví al pueblo, sin Navidad de por medio. No conté lo del abandono del máster, mis padres no preguntaron. Me volqué en aliviar la carga económica que yo les había supuesto. Ayudaba en el bar desde el alba hasta la noche. Servía, fregaba, preparaba tapas, tiraba cerveza apenas sin espuma. Por la noche, me escapaba a la discoteca del pueblo para recordar que no había dejado de ser joven.
Una noche, un tipo apodado el Lino, harto de los desplantes acumulados en la pista, se me acercó:
—Dame un cigarro.
—No fumo.
Sacó una navaja y me presionó la nariz con la punta.
—La próxima vez que te lo pida, llevas hasta puros, o me llevo media nariz por delante.
No dije nada a mi padre. Pero los pueblos son pequeños. Días más tarde, el Lino entró en el bar y se acercó a la barra. No me reconoció. Al verlo, mi padre no dudó. Cogió la escopeta que guardaba junto al barril de cerveza, sujetó al desgraciado por el cuello y apontocó el doble cañón de la Sarrasqueta bajo su barbilla, con el índice de la mano derecha acariciando el gatillo.
—¿Ves a este hombre, a mi lado? —Dijo mi padre apuntándome con la barbilla. —¿Lo ves bien, mierda cagada?
—Sí, señor.
—Quédate con su cara porque es mi hijo. —Empujó con el cañón y los ojos se desencajaron. —Si alguna vez me entero de que lo amenazas, date por muerto. Y después va tu madre.
—¿Y mi madre por qué?
—Por haber cometido el error de traerte al mundo.
Mi padre bajó el cañón. No hubo denuncia. Desde entonces, el Lino se me acercaba servil, ofreciéndome cigarrillos que yo nunca le aceptaba.
Arrojé a la fuente de la plaza el rencor equivocado. Mis padres no estaban errados. Fui yo el que se refugió en la queja y el victimismo, reacio a reconocer la realidad que se pisa con los pies. Días después, me senté con ellos y les conté todo; el abandono, las deudas, el desencanto. Me hablaron con sencillez: la vida, para ellos, no era más que enmendar el error cometido ayer, seguir adelante porque quien aguanta, gana.
Me fui a Londres. Aprendí a preparar capuchinos. Encontré una motivación pequeña, pero suficiente: saber que hacía bien un trabajo, aunque fuera sencillo, aunque nadie lo valorara, pero que me permitiera pagar mis cuentas y dormir tranquilo.
Hoy, el bar de mis padres es el único en la sierra de Madrid donde se puede tomar un capuchino italiano decorado con paisajes de espuma.
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Imagen: Sora AI

