
V.
Manuel ha llegado al Monasterio una hora antes. Apenas asoma el primer vestigio de luz en el horizonte cuando, envuelto por el aire rancio del módulo de trabajo, teclea la desactivación de la alarma. El armario donde el equipo deja sus bolsas de herramientas se encuentra al fondo, tras la mesa de reuniones que aún mantiene, sobre su tabla sin pulir, los restos de la cena que con frecuencia comparten para cerrar la jornada.
Lacasa no descarta a nadie. Abre cremalleras en busca de un cincel, un martillo y un puntero de Widia que delate al autor de las inscripciones. Sabe que es descabellado. Un trabajo así requiere tiempo de planificación y ejecución, además de unos conocimientos y habilidades que no le reconoce a ningún integrante del equipo. Por último, el autor debe estar al tanto y con detalle de las andadas más íntimas del propio Manuel, y quienes están en sus secretos son incapaces de ir más allá de recitar de memoria o portear tablones al más puro estilo egipcio.
—¿Ordenando?
Manrique abre su taquilla y deja su bolsa de hombro. Dirige una mirada de desaprobación hacia el desorden de la mesa de reuniones.
—No, solo busco mi cuaderno.
—¿Y lo buscas en las bolsas de tus compañeros?
—Lo dejé anoche sobre la mesa y no lo encuentro. Pensé que, tal vez, alguien lo cogió sin darse cuenta.
—¿Y no será más fácil que les preguntes cuando lleguen que registrar sus pertenencias?
El director del proyecto se planta al otro lado de la mesa, los brazos cruzados, el gesto serio.
—Manuel, ¿tú has visto la Nikon?
—¿Qué Nikon?
—Manuel, la Nikon.
—No, no la he visto.
···
Las claves de los siguientes arcos, el décimo y undécimo, descubren dos nuevas palabras grabadas, en latín: MENDACIUM e IRA, mentira e ira.
Durante la cena con pizzas traídas de Villanueva de Sijena, Manuel Lacasa no deja de escrutar, en el rostro de los componentes del equipo, algún indicio de culpabilidad. Analiza después las manos en busca de alguna herida por golpe en el pulgar o el índice de la mano izquierda, la que sujetaría el puntero. No cae en la cuenta de que Marisa, Mercedes y Pedro son zurdos. Por su parte, Miguel y Pepo son los principales candidatos a ser considerados autores de la broma más elaborada en la que ha participado, en este caso, como víctima, ya que están al tanto de hasta el detalle más íntimo de su juego con Lucía, lo que explicaría algunas de las inscripciones; sin embargo, no saben cómo la cámara Nikon D780 del departamento ha pasado a formar parte de la cimentación del ala oeste del claustro, lo que justificaría las inscripciones del octavo y noveno arcos.
Cándido y Enrique no suponen ningún problema. Son binomio de trabajo y pareja de vida desde que se conocieron investigando el románico aragonés en Huesca. Se encuentran tan comprometidos con su pasión investigadora que considerarían un delito de prisión destrozar un arco casi milenario.
Caso aparte es Ángel. Es el binomio de Pedro y, con toda probabilidad, el personaje más disonante del grupo. Con su estética heavy metal sacada de los ochenta, viene cada mañana a lomos de una ruidosa Harley, con total seguridad, heredada de papá motero. Es de escasa palabra y breve conversación. La única vez que le escuchó más de tres vocablos seguidos fue cuando le preguntó a Manrique el motivo por el que organizaba al equipo en binomios, ¿tal vez por una juventud en la guardia civil?, a lo que el director de proyecto le contestó, en un tono poco habitual en él, que no, no fue guardia civil, pero sí legionario; respuesta agria con la que cercenó para siempre cualquier familiaridad entre el heavy y él. A su favor hay que decir que Ángel era muy cumplidor, nunca se retrasaba en las tareas y, a pesar de las apariencias, era especialista como pocos, por un lado, en la arquitectura románica y, por otro, en el porcentaje perfecto de marihuana en una mezcla idónea con tabaco para conseguir el mejor peta de esta parte del país.
Sus puestos de director y subdirectora de proyecto dejan a José Manrique y a Remedios Marín fuera de la ecuación de sospechosos. No los imagina tomando puntero y maza para grabar, en un arco románico, mensajes subliminales para un becario del departamento.
Por último, quedan Lucía y Ernesto. Considerarla a ella culpable supone tirar por tierra cualquier posibilidad de continuar con sus encuentros furtivos, y este sacrificio no forma parte de las opciones que Manuel está dispuesto a aceptar. Por su parte, sostener que Ernesto está detrás de las inscripciones no parece creíble. En primer lugar, le debe el haber entrado en el departamento cuando él no es más que un patán que ha estudiado poco y mal. En segundo, siempre le ha animado, si no empujado, a formar parte de la vida académica, insistiéndole que tiene un futuro entre libros, excavaciones y proyectos. Por último, le ha defendido de los ataques frontales que otros miembros le han dirigido con la precisión de olfato de un sabueso. Todo lo anterior lo descarta; sin embargo, hay detalles como las frecuentes apariciones, bajo el paraguas de su papel de asesor externo, en el Monasterio, que realiza sin previo aviso. Visitas que alimentan la paranoia de Lucía y le reducen dramáticamente las posibilidades de apagar sus pasiones.
En ese punto de sus reflexiones, Manuel cae en la cuenta. ¿Cómo se le ha podido pasar el detalle de que su amigo y protector, el novio de la chica con la que se acuesta desde tercer curso a escondidas, está desarrollando una tesis doctoral sobre inscripciones románicas en el Alto Aragón?
VI
La reunión ha sido breve. Manrique y Remedios han interrogado al equipo sobre el paradero de la Nikon y han hecho hincapié en la tarjeta de memoria, que guarda las fotografías del estado del Monasterio antes de iniciar los trabajos y que, de no aparecer, dan por perdidos la mitad del registro fotográfico y las conclusiones de la memoria final en la que no podrán desarrollar una comparativa documental.
Nadie aporta noticias de la cámara y su tarjeta, y el director, visiblemente nervioso, da por terminada la sesión, pero no por zanjado el tema.
Manuel regresa a su andamio en solitario porque Lucía ha concluido sus trabajos en el arcosolio y la han integrado en el equipo del Panteón Real como refuerzo.
Ya en la plataforma oye la vibración ruidosa de un martillo demoledor en el interior del edificio.
—¿Qué pasa?
Pepo cruza bajo el andamio, camino del interior de la iglesia. Lleva al hombro dos listones de madera.
—El arquitecto, que ha puesto el grito en el cielo y ha mandado levantar la cimentación del ala oeste del claustro. Dice que está mal.
—¿De todo lo que hicieron?
—De todo, chico. Hasta el último centímetro. Ahí los tienes, a los albañiles, acordándose de la primera papilla que le dieron a su jefe.
Pepo deja solo a Manuel, que comienza a limpiar el decimosegundo arco. Le carcome el nervio que no da tregua a la mente, que comienza a perseguir excusas, justificaciones y, como última línea de defensa, ataques. No entiende cómo le ocurre todo a él y se deja deslizar, pincelada a pincelada sobre la piedra, por el hueco oscuro de la víctima hipócrita que lame las heridas que no reconoce haberse producido.
—Manuel.
Manrique lo saca de su ensimismamiento desde la base de la portada.
—Dime, jefe.
—Dame una estimación de cuánto tiempo necesitas para acabar aquí, te necesito en la galería del claustro. Necesitamos despejar el estropicio que hicieron los albañiles.
Los golpes penetrantes del martillo demoledor, aumentados por la caja de resonancia en la que se convierte la propia iglesia, le golpean el estómago.
—Calculo que unas dos horas.
—¿Pueden convertirse en una?
Lacasa mira las dos arcadas que faltan y se siente condescendiente.
—Vale. Una hora.
—Muchas gracias, Manuel.
—Por cierto, José. No he dicho nada antes porque prefiero comentártelo a ti a solas.
—¿El qué?
—Creo que vi a Ernesto con la Nikon.
—¿Cuándo fue eso? —Manrique se queda pensativo y mira al suelo delante de él.— Cuando viene al Monasterio siempre estamos juntos, salvo, claro, cuando se queda a solas con Lucía.— Es en ese momento cuando alza la mirada y la clava en los ojos de Manuel.
—No sabría decirte. Ya sabes lo desastre que soy y, sobre todo, para recordar. Si no lo apunto, pasa al limbo.
—Ya. Y a pesar de lo desastre que eres, estás aquí por insistencia de Ernesto, que cogió, no recuerdas cuándo, la cámara. Bien. Le preguntaré.
Manrique vuelve a entrar a la iglesia, pasando bajo el andamio. Deja solo a un Manuel que se arrepiente de cada una de las palabras que han salido por su boca inconsciente e irreflexiva. Sospecha que ha entrado en un callejón que se estrecha cada vez más y del que no va a encontrar salida cuando descubre en la clave la palabra grabada ULTIO, venganza.
VII
El ruido ha parado y todo el equipo, menos Lacasa, está desplazando el escombro a un contenedor que se encuentra fuera del recinto.
Manuel ha limpiado el decimotercer arco. En su clave ha descubierto la inscripción latina POENA, castigo.
Comprende que le anticipa lo que está por ocurrir. En cualquier momento Manrique aparecerá bajo el andamio, con la cámara fotográfica destrozada por los golpes del martillo, para decirle, con esa tranquilidad impostada que tan bien estila, que si cree que Ernesto ha colocado la Nikon en el hueco de la cimentación por algún motivo especial.
No encuentra más salida que admitir los hechos y aceptar el castigo, tal y como le anuncia la maldita portada que ha estado dibujando su vida sin darle margen de libertad.
Un crujido seco llama su atención: es la decimocuarta arcada, la que aún no ha comenzado a limpiar. Su clave se desprende y golpea con violencia la cabeza de Manuel Lacasa, que varios metros cae al suelo. Babea sangre mientras hace un esfuerzo por medir el dolor tan intenso que le oprime el cráneo. Busca la piedra que le ha golpeado unos centímetros más allá y, sobre la parte más lisa, puede leer AVERNUM, infierno.
VIII
La guardia civil y la jueza, que han levantado el cadáver de Manuel Lacasa, están interrogando uno por uno a todos los integrantes de un equipo sobrecogido por la tragedia. Usan el módulo de trabajo para llevar a cabo las indagaciones y cumplimentar los informes, mientras en el comedor se corta el aire denso, solo roto con algunos sollozos.
Manrique ha entregado el cuaderno de notas de Lacasa a una agente de la guardia civil que, tras una lectura minuciosa repleta de consultas, le pide al director del proyecto que lo acompañe hasta la portada de la iglesia. Le ha llamado la atención el listado de palabras en latín que ha anotado el fallecido, pero de modo especial una anotación tras la última. Junto a POENA añadió «me han cogido».
Ambos se dirigen hacia el andamio, pasan bajo la cinta policial y suben hasta la plataforma.
José Manrique toma el cuaderno entre sus manos y lee la primera palabra latina anotada: PIGRITIA. Se dirige hacia la clave, acompañado de la agente, pero no encuentran rastro de inscripción alguna.
—¿Este es el arco en el que estaba trabajando Manuel Lacasa?
—Sí, agente.
—Pues no hay evidencia de lo que el fallecido anotó en su cuaderno. ¿Puede comprobar el segundo arco?
—No hay inscripción, agente.
—Confirmamos que no hay nada grabado en la piedra. Creo que con esto sobra. Deme el cuaderno, por favor, es una prueba.
—¿Prueba? ¿De qué? ¿No lo consideran ustedes un accidente?
—Caballero, eso nunca se sabe.
La guardia civil baja de la plataforma y espera al director.
—No se demore y no toque nada, por favor.
—Sí, claro, ahora mismo bajo.
Antes de hacerlo, pasa el pulgar por la superficie donde Lacasa decía haber encontrado la primera de las inscripciones. Nota una granulosidad que destaca respecto a la zona limpia de la piedra pulida. Rasca con la uña y descubre, ahora sí, una C perfecta. Continúa una a una hasta llegar a la última que componen una expresión latina que él conoce: CRIMEN REPETUNDARUM.
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Imagen: Sora Ai

