
I.
La notificación me interrumpió en mitad de una tediosa reunión que José Luis, en su potestad de dueño de la empresa, catalogaba siempre «de crisis», un mero eufemismo que enmascaraba su impertinente necesidad de ser escuchado con su última ocurrencia.
—¿Algo importante, Marta?
—Nada, boss. Me acaban de comunicar que ha muerto Ernestina, mi abuela materna. Disculpa, había olvidado silenciar el teléfono.
—La importancia de llamarse Ernestina. Disculpa aceptada. Como iba diciendo antes de la interrupción, quiero que esta semana se convierta en un brainstorming arrebatador que fluya desde vuestros cuadernos a mi mesa antes del viernes a las doce horas.
Los bolígrafos de las siete integrantes de lo que José Luis bautizaba como núcleo duro garabateaban nerviosos sobre los cuadernos logotipados, abiertos en canal. Las siete coordinadoras cumplíamos, de este modo, con uno de los mantras que el director general repetía con insistencia bovina: día sin, al menos, diez páginas del cuaderno corporativo preñadas de ideas, es un día perdido.
Volví a consultar con disimulo la pantalla del móvil para confirmar la primera lectura: «La abuela E. ha muerto. Entierro mañana a las diez. Ven cuando puedas. Necesito ayuda. Besos. Mamá».
—No tengo duda de que de aquí saldrá uno de los proyectos con más energía para la empresa. Recordad que desear el objetivo es tenerlo al alcance de los dedos.
Los cinco años de distanciamiento habían enfriado la relación familiar y, por más que rebuscara un sentimiento que tuviera unos límites bien definidos, no encontraba un atisbo de empatía, de pena y mucho menos de dolor. Aunque el entorno motivador que estaba creando José Luis no fuera el mejor contexto.
—Y si no hay ninguna duda, ruego o pregunta, damos por finalizada la reunión; seguro que tendréis gestiones pendientes.
En ese momento, llegué a la conclusión de que el fallecimiento de mi abuela me importaba tanto como el de cualquier desconocido, es decir, nada.
—Muchas gracias por la atención de todas.
II
Confieso que odio conducir. Me produce una insoportable sensación de vulnerabilidad saber que, por mucho que yo cumpla con la normativa, cualquier despistado puede decidir sobre mi vida o mi muerte, y la causa puede ser un golpe de tos del bebé que se encuentra en el asiento trasero o una simple discusión mal gestionada. Por otro lado, considero una pérdida de tiempo cada minuto que dedico al volante. Habitualmente ocupo el asiento trasero de uno de los automóviles de la empresa con el ordenador sobre las rodillas y el teléfono en manos libres dando órdenes a través de mi secretario, Germán, un dócil y eficiente ternasco que vive para trabajar.
Sin embargo, me sorprendió que el viaje a Punta Umbría se acortara a golpe de recuerdos dispersos y escondidos en aquella casa de tejado rojizo al final de la Plaza de la Peña, abierta hacia el Muelle del Club Náutico, donde pasaba los veranos oteando, desde la terraza recortada en la vertiente este del tejado, la Isla de Saltés.
A cada kilómetro que me acercaba al destino buscaba un solo motivo que justificara el esfuerzo de un viaje que me robaba un tiempo precioso, pero solo afloraban imágenes de una abuela distante dedicada de lleno y en silencio a las tareas de atender a la familia, durante el tiempo que le ocupábamos las habitaciones vacías, siempre limpias, y cuidar a un marido, mi abuelo, al que le faltaba una pierna y del que nunca supe muy bien su oficio y beneficio.
De pequeña fantaseaba con la Isla que imaginaba refugio de piratas. Ronroneaba el personaje de capitán bucanero que, desde la ingenuidad de mis seis años, adjudiqué al abuelo mutilado al que le construí un andamio de aventuras, a cada cual más desquiciada, en las que la abuela Ernestina aportaba la dulzura de sus postres, contradictorios con su carácter desabrido y esquivo, que en mi narración interna iba y venía sobre la cubierta del bergantín de diez cañones por banda repartiendo cuencos de natillas de huevo entre una tripulación de borrachos de ron, sangre y tesoros que se relamían infantiles.
El relato aumentó cuando, durante las vacaciones de mis ocho años, descubrí en el último cajón de la cómoda del dormitorio principal, bajo unos pañuelos de encaje, un cofre de cobre con la forma de una caja de zapatos que estaba adornado por un tosco labrado y guardado por una cerradura cuya llave, supuse, era la que colgaba del cuello de la abuela.
Una tarde de verano y natillas heladas compusieron una falsa cercanía y mi imaginación se hizo verbo.
—Abuela, ¿a que en la isla hay piratas y el abuelo es su capitán?
Ernestina abrió los ojos sorprendida por la pregunta.
—¿Qué tonterías dices, niña?
No supe interpretar el tono de la respuesta, concentrada como estaba en limpiar la cuchara con la lengua.
—Sí, porque la caja de la cómoda de tu dormitorio es un cofre del tesoro.
La respuesta fue inmediata. Mi abuela dejó el cuchillo con el que cortaba las patatas para la tortilla de la cena, se acercó limpiando sus manos en el delantal y me cruzó la cara con una bofetada sonora.
Recuerdo que lo que más me dolió no fue la bofetada, sino que mi madre no saliera en mi defensa. Tan solo mi padre, al día siguiente, hizo un amago de consuelo y una recomendación.
—La vida de tus abuelos ha sido muy difícil y hay cosas que es mejor dejarlas encerradas en una caja de cobre para que no salgan y vuelvan a hacer daño.
No entendí qué podría haber sido tan negativo en la vida de una ama de casa y un cojo en la tranquila Punta Umbría.
III
—Hola, Lola.
Mi madre tenía el aspecto contenido de la hija única que no había tenido tiempo de dejarse llevar por las emociones de la ausencia. A falta de marido en quien descargar las decisiones más incómodas, había llevado todo el peso del funeral sobre sus hombros, sin más apoyo que Matilde, su compañera en el instituto, que, como ella, observaba ya el momento de la jubilación.
—Hola, hija. ¿Cómo ha ido el viaje?
Mi madre me abrazó más a mí que yo a ella, lo reconozco, y sentí la mirada recriminatoria de su amiga que vigilaba desde el fondo de la habitación.
—Hola, Matilde, yo también me alegro de verte.
La casa aún mantenía el último revuelo de las despedidas tardías, las que se demoraban porque necesitaban no pasar desapercibidas.
—Lola, lo que necesites, ya sabes lo que queríamos a tu madre.
Las frases se clonaban unas a otras sin pudor sobre el mismo mensaje que yo no asimilaba, pero que me obligaron a convencerme de que, o bien Ernestina era una completa desconocida para mí, o toda aquella gente mentía a sabiendas de la envergadura de su hipocresía.
—Lo sé, lo sé, muchas gracias.
Respondía mi madre con amabilidad, al tiempo que recibía los besos y los abrazos con entereza.
La alarma de mensaje en el móvil avisó y salí al jardín, seguida por Matilde, para atender una consulta de Germán. Quedaban gestiones pendientes de cerrar que requerían toda mi atención.
—Procura consolar a tu madre. Aunque no lo parezca, lo está pasando muy mal.
Ni la miré. Seguía tecleando sobre la pantalla, concentrada en mi mapa mental de protocolo para solucionar destrozos: recabar información, ponderar soluciones, balancear en busca de la más beneficiosa para el cliente y menos gravosa para la empresa, dar la orden final y esperar respuesta.
—No te preocupes.
—Sí me preocupo, es mi amiga.
—Y yo, su hija.
Dejé de atender el mensaje angustiado de Germán y la miré con dureza.
—¿Matilde, no tienes exámenes de matemáticas que corregir?
La amiga de mi madre giró y entró en la casa. Yo saqué el cigarrillo electrónico y le di dos caladas profundas, mientras la oscuridad cubría la Isla de Saltés y las farolas de la calle Almirante Pérez de Guzmán ocultaban su silueta. Fue la mejor forma que encontré para poner mis intenciones entre paréntesis.
IV
La mañana despertó entrelazada por los jirones de niebla que el viento racheado deshacía entre las calles de Punta Umbría, mientras mi madre estaba preparando el desayuno en la cocina y su figura inclinada sobre la mesa central me evocaba tiempos ya guardados bajo llave.
—La abuela te dejó la caja de cobre.
—Buenos días.
—Y por favor, no vuelvas a tratar a Matilde como lo hiciste. No lo merece.
—Por cómo hablas, cualquiera pensaría que sois pareja.
—No digas tonterías. Somos amigas que se acompañan, solo eso.
Matilde y mi madre se conocieron en el instituto hace diez años, cuando mi madre, ya divorciada, consiguió la plaza definitiva de profesora funcionaria en su pueblo natal. El duelo por un matrimonio fracasado la hizo refugiarse en la casa paterna donde solo quedaba la madre viuda con la salud quebrada.
—Aquí tienes la llave.
—¿Para qué quiero yo una vieja caja de cobre?
—Haz lo que quieras con ella, pero ten claro que es algo que tu abuela quiso que recibieras. Yo cumplo y punto. Anda, siéntate y desayuna, tenemos cosas que hacer. Cuanto antes comencemos, antes podrás volver a Madrid.
Alguien llamó a la puerta.
—Lo dicho, seguro que es tu novia.
Mi madre no respondió y fue a abrir a Matilde, que entró con una caja de pasteles que colocó en el centro de la mesa.
—Son del Horno de María. Recién hechos.
—No tomo dulce.
—Son para tu madre, así equilibra la acidez del ambiente.
—Ya, por cierto, Matilde.
—Dime.
—¿Cómo van los exámenes de matemáticas?
—No lo sé, dímelo tú.
Mi madre nos miraba como si presenciara un partido de tenis, persiguiendo con los ojos la bola escurridiza que no llegaba a entender.
—Vamos a ver. Necesito empaquetar las cosas de mi madre. Esta tarde vienen a recoger las cajas y tengo que saber ahora mismo si estáis conmigo o seguís afilando las navajas.
V
Las obligaciones se pueden encarar de dos formas muy distintas: con profesionalidad minuciosa o con desgana obligada. Yo siempre he sido de la primera opción; procrastinar nunca ha sido una alternativa por mi convicción de que el tiempo es el mayor bien que poseemos y es una grave falta desperdiciarlo. Con este planteamiento encaré la jornada de desahucio de los recuerdos de la abuela. Cajas y cajas que recibían, con la boca abierta, bocados de una vida acabada y aburrida, sazonada por mi desencanto, primero, y mi desprecio, después de asimilar aquella bofetada que me apartó para siempre de mis abuelos maternos. No había nada en aquellos contenedores de cartón, pobres y anónimos, que incitara a la curiosidad por saber algo de aquellas dos personas que habían habitado entre aquellas paredes, nada que excitara preguntas sobre quiénes habían sido en realidad. Al final del día, todo quedó tan vacío como yo misma me sentía en aquella casa que, en su tiempo, me sedujo, pero que ahora, con treinta y tres años, me hace vomitar los recuerdos.
A la mañana siguiente, mi madre colocó en el maletero, junto a la bolsa de viaje, la caja de cobre y me colgó al cuello la llave que la protegía.
—Por favor, hija, no la desprecies.
Me besó la mejilla como cuando yo era la niña que se acercaba a sus brazos después de haber recorrido las calles del pueblo con amigas ahora desconocidas.
La vuelta a casa tuvo un sabor muy distinto y la llave llamó a la puerta de mi niñez. Sentí que, tal vez, aquella pregunta que hice a mi abuela Ernestina podría tener ahora respuesta y respiré la posibilidad de una justificación a la reacción de la abuela ante aquella afirmación que palpo ahora inoportuna.
—Porque la caja de la cómoda de tu dormitorio es un cofre del tesoro.
Detuve el coche en un área de servicio, a la altura de Almuradiel. Era un lugar de paso anclado en la misma estética repetida de los restaurantes de carretera que huelen a grasa rancia embarrada en ajo y platos urgentes para quienes solo tienen un tiempo limitado para reponer fuerzas.
Sentada bajo el porche abierto a la ruta, el camarero me ofreció una larga carta de especialidades de caza.
—Solo quiero una ensalada de la casa y un café doble, gracias.
Sobre la mesa coloqué frente a mí, nueva Pandora, la caja de cobre idéntica a como la recordaba. En su interior, apelmazados, encontré varios cuadernos de tapa de hule junto con papeles sueltos ordenados por fecha en una caligrafía de llamativa calidad. Comencé su lectura a las once y doce minutos para acabar a las diecinueve treinta y cinco, a intervalos periódicos en los que el camarero volvía a ofrecerme el ciervo en salsa o el guiso de jabalí.
Supe de una guerra tan cercana que paseaba por las calles de Punta Umbría en rostros que ayer eran amigos, ahora conversos a adversarios sin un atisbo de piedad. De odios que se escondieron tras la ideología para utilizar la peor solución sin remordimientos. De miedos que encogieron los corazones y los estómagos con hambre de justicia y pan.
Conocí la existencia de un campo de concentración en la Isla de Saltés, donde prisioneros republicanos sufrieron hambre, frío y muerte, humillados por una retaguardia cobarde y revanchista que rehuía el frente.
Descubrí a la joven que llevaba a escondidas, como muchos otros en el pueblo, comida y agua limpia a la alambrada que cercaba las esperanzas de quienes, prisioneros, entendían que el fin estaba cercano.
Me sorprendí de que el amor surgiera, caprichoso, entre la chica y el soldado mutilado, estudiante contable en su natal Barcelona, que entrelazaban sus manos a través del alambre de espino.
Admiré la valentía de una boda celebrada casi a escondidas de las murmuraciones de quienes vencieron la guerra ya lejana, y justifiqué el rechazo de mi abuela Ernestina a revivir las penas pasadas cuando una niña demasiado curiosa preguntó lo que aún no debía saber.
El pliego más reciente solo contenía una frase: «Disculpa, mi niña, los malos modos y el genio de una vieja arrugada por la vida». Lo guardé, junto al resto, en mi cofre del tesoro, la caja de cobre del viejo capitán pirata de pata de palo y su compañera que saciaba la necesidad de la tripulación con pan hurtado a su propia hambre.
Cogí el teléfono, pero el buzón de voz me respondió.
—He abierto la caja. Hablamos, mamá.
Aún tenía ruta por delante y dos cuentas pendientes. La más importante tendría que esperar.
—La cuenta, por favor.
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