El caballero de Acre

V Premio Internacional de Narrativa «Ciudad de la Cruz» de los Premios Albacara – 2022

I

Me llamo Luisa y vine a nacer en Caneja, en el tiempo en que las tres hermanas de mi abuela venían a casa para ayudar en la matanza.

Por Navidad, cada año, regresaba con mis padres desde una Granada, para mí muy lejana, a través de unas carreteras infernales, a tramos de asfalto, otros de tierra a causa de las eternas obras de mejora.

Mi padre siempre evitaba, en su afán de ahorro de tiempo y gasolina, la ruta de Lorca, serpenteando la estrechez de una carretera que acababa en la Puebla de Don Fadrique, un nombre casi impronunciable hasta que dejé la lengua de trapo y descubrí la belleza de las palabras.

Comencé a repetir cada nombre del camino con el que nos cruzábamos. Faltaban algunos kilómetros para leer Almaciles cuando mi padre reducía la velocidad del Seiscientos de tercera mano que hacía los servicios de coche familiar. A nuestra izquierda, una casa rústica y sencilla avisaba sobre el dintel de la puerta: Peón Caminero. Mi padre recordaba que allí vivió su abuelo Antonio, con su mujer e hijas, después de regresar de la Guerra de Cuba, donde recibió varias heridas y superó una malaria. Tras su repatriación a España, como pago por los servicios prestados y alguna acción heroica digna de alguna medalla, le hicieron responsable de aquel tramo del camino de tierra que comunicaba Caravaca con Andalucía. A mi padre se le hinchaba la voz cuando ponía el énfasis en lo bien cuidada que estaba aquella carretera gracias a las labores de su abuelo, trabajador como pocos, para terminar mencionando que una tormenta le dejó una pulmonía que lo amarró a la cama y lo encerró en una caja de madera. Esposa e hijas tuvieron que hacer el hato, como lo llamaba mi padre, y dirigirse a Lorca para buscarse la vida. Arrojaron al vertedero que había tras la casa cuanto no pudieron acarrear.

No recuerdo en cuál de los viajes, mi madre, que solía guardar religioso silencio, mientras mi padre volvía a repetir la historia, comentó que había oído hablar de que el abuelo Antonio sabía leer y escribir, algo extraño para alguien de su condición en aquellos tiempos donde se solía firmar con una equis. Fue un descubrimiento que mi padre hiciera mención a que sus tías y su madre hablaran de la existencia de un cuaderno que el abuelo trajo de su etapa en Cuba, en el que narraba sus experiencias de guerra con una cuidada caligrafía.

─ ¿Dónde está ese cuaderno? ─ Pregunté ansiosa.

─ Lo tiraron al vertedero junto al sable, el uniforme y una medalla.

Fui creciendo con aquellos relatos que daba por verídicos por más que mi madre me avisara de que mi padre nunca conoció al abuelo Antonio, sugiriendo que todo el que cuenta que nunca vio, adorna mucho. Sin embargo, aquella advertencia nunca fue obstáculo para que clavara mi vista, a través de la luna trasera del viejo seiscientos, en aquella casa junto al camino antes de que la ocultara la curva. El resto del trayecto lo construía sobre imágenes en las que yo rebuscaba entre montones de tierra, pala en mano, hasta encontrar un envoltorio de tela que envolvía el cuaderno, la medalla y el sable, sin llegar a considerar, por mi edad, que el cuaderno estaría podrido, la medalla reducida a un disco metálico sin apenas grabados y el sable, que nunca fue tal sino la bayoneta del soldado de infantería, carcomido por la herrumbre.

Vivía mis días escolares de Granada contando los días para volver a Caneja, insistiendo en el ritual que me vestía de arqueóloga familiar.

Sin embargo, aquel proyecto se diluyó cuando una mañana de lluvia, en el caserón de mis abuelos maternos, salí del comedor, caldeado por la chimenea, sin que nadie me viera, atareados como estaban en los preparativos de la cena familiar que reuniría a más de veinte personas venidas de distintas geografías. Aquella fue la primera de muchas escapadas a la cámara de la planta superior, que servía de zona de almacenaje, sólo posibles a través de un acceso exterior desde el corral, lo que me obligaba a pasar disimuladamente por la cocina, siempre en plena ebullición, evitando el amenazante “la zagala está saliendo a ver las gallinas y va a dar un tabardillo”.

La cámara era un enorme espacio diáfano y ventilado por cinco ventanas, siempre abiertas, donde mi abuela secaba los embutidos y los jamones, que salaba en el único espacio cerrado que ocupaba la esquina este. Era un cuartucho que contenía un depósito de sal, una percha que sujetaba un casco viejo de moto y una pelliza que colgaba sobre dos cofres que tardé en abrir.

Los olores se mezclaban caprichosos, en ocasiones hirientes por la intensidad de las especias en los salchichones, los chorizos o los envueltos frescos. Las manzanas se cubrían con el polvo de la cebada y la montaña de maíz me permitía hundir las manos hasta los codos.

Fue el aburrimiento lo que me llevó a abrir el cofre más pequeño, con la convicción de que por su tamaño, mi pecado sería menor. Descubrí los libros amontonados de la época escolar de mis tíos. Fue mi primer contacto con el papel viejo, las impresiones de otros tiempos y las reproducciones de cuadros del Greco o Velázquez por un ilustrador más voluntarioso que talentoso. La Enciclopedia Álvarez me descubrió que, entre otros acontecimientos, había existido una guerra en Inglaterra entre la casa de York y la de Lancaster que mi libro de historia universal del colegio ignoraba.

─ Don Jesús, ¿qué fue la Guerra de las dos Rosas? ─ La respuesta del profesor fue cortante y la clase se rio de mi pregunta con intensidad hiriente.

Sin embargo, aquel pozo de sabiduría añeja, perlada de nacionalcatolicismo que en aquel momento era incapaz de tamizar, llegó a su fin. Mis tíos tuvieron una carrera académica algo ajustada, propia de una época en la que subirse a un tractor para arar la tierra o trabajar en las fábricas de conservas de Molina no requerían más titulación que la de querer llevar un plato de comida a la mesa.

El segundo cofre supuso un reto mayor. En el piso de abajo, donde el trabajo de hormiga era constante, ya se barruntaba que la nena andaba hurgando donde no debía y se comisionó a mi tía más joven para que supervisara mis idas y venidas, tarea que realizó con un celo propio de la Stasi de la Alemania poco democrática. Tuve que aprender a andar como un gato con el fin de eliminar mi rastro en un indiscreto suelo de vigas de chopo, cañas y brea que retumbaba mi presencia en el piso superior. “Mama, la zagala ya está en la cámara”.

A pesar de todo, las molestias de las cautelas fueron compensadas por el hallazgo de ropas medievales, un escudo y una espada, guardados con cuidado en el segundo cofre, más grande y alargado.

Me atreví a probarme la veste con heráldica de castillo y el león rampante. Calcé botas que cubrían medio muslo y sujeté el escudo almendrado y metálico que me hacía soñar. La espada, pesada, apenas podía levantarla más de un minuto.

Preguntar por aquel descubrimiento era delatarme, de modo que guardé mi secreto y seguí subiendo para blandir la espada, o protegerme de un imaginario ataque, siempre con el cuidado de no ser descubierta, atenta a cualquier ruido en la escalera de acceso.

Todo tiene su final y los secretos que no se guardan en los sueños teminan por descubrirse.

─ ¿Por qué no te vistes de princesa en lugar de soldado?

Mi madre me había descubierto y, al contrario de lo que yo podría esperar, no alertó al resto de la familia tal y como hubiera hecho mi tía, que hubiera corrido escaleras abajo gritando satisfecha un “¡Chacho! ¡Cómo está dejando la zagala la cámara.”

─ No sé mamá, me gusta más.

Mi madre estaba descolgando varias tripas de salchichón y chorizo para bajarlos a la despensa.

─ Cuando termines de jugar, déjalo todo como te lo encontraste.

─ Mamá, ¿por qué tienen esta ropa aquí?

─ Es para la Fiesta de la Cruz.

─ ¿Eso qué es?

─ Es la fiesta de moros y cristianos. En la salita creo que vi un libro de las fiestas del año pasado. No te olvides, no dejes nada fiera de su sitio.

Era la primera vez que oí hablar de aquellas fiestas tan ajenas a mis habituales Navidades en Caneja. Me quedé a solas con cientos de preguntas que aquel programa de mayo no llegó a responder. Los siguientes cuatro meses en Granada fueron de investigación sobre la tradición de los Caballos del Vino, la Fiesta de Moros y Cristianos en un tiempo en que todo se extraía de las páginas de enciclopedias guardadas en Bibliotecas Públicas donde el funcionario te advertía “ojo con estropear el libro, vale más que tú”.

La primera vez que asistí a la subida al castillo me sentí profundamente exiliada. Murciana en Andalucía, turista en la que consideraba, desde mi infancia, mi tierra. Cerré los ojos cuando los tambores retumbaron en la Gran Vía y me dejé llevar por el vuelo de mi imaginación, en un sueño templario, que me sostuvo en andas hasta que me depositó en el suelo de mis diecisiete años, cuando tras aprobar la Selectividad, tomé la decisión de regresar a mis raíces.

─ Mamá, papá, quiero estudiar Filología Clásica en Murcia.

─ Hija, ¿eso no se puede estudiar aquí, en Granada?

─ Papá, quiero estudiar en Murcia.

Éste fue el comienzo de una experiencia que me marcó siete años más tarde y que, si me permites, te voy a relatar.

II

─ No esperaba a una señorita. – Comenta Don Matías, el sacerdote septuagenario que cada día da misa a las mismas cinco ancianas con las que comparte el rezo del rosario a las cinco de la tarde con puntualidad británica y devoción vaticana. ─ Dejé muy claro que sólo permitiría un investigador masculino.

La joven no devuelve la mirada al cura, en su lugar, recorre los detalles del que va a ser su lugar de trabajo en los próximos cinco días, el despacho del capellán de la Iglesia de Singla.

Una brizna de luz, que juega al claroscuro con las formas de una silla castellana, escapa por la hendidura que deja libre la cortina y hace brillar las caprichosas motas de polvo que se encuentran en suspensión.

─ Pues no le puedo asegurar que me vayan a sustituir. Soy la única experta en latín medieval, que es lo que se solicitó.

Don Matías no disimula su incomodidad. Sabe que no le va a quedar más remedio que asumir la presencia de la joven enviada por la Universidad de Murcia, a petición expresa de la Diócesis. Aunque es un hecho consumado, se le pasa por la mente acudir a su sobrino, el Arcipreste, en un último intento de enmendar el despropósito.

─ En todo caso, vaya buscando acomodo, porque no voy a permitir que se instale en la casa de los capellanes.

Luisa se apoya en la mesa y clava su mirada en los ojos grises del sacerdote.

─ No se preocupe por eso. Tengo alojamiento en la casa de mis abuelos, aquí al lado, en Caneja.

─ ¿En Caneja? ¿De quién es usted nieta?

III

Sentada tras el escritorio, en el despacho del capellán, la filóloga ha separado el material por temáticas. Tres misales en latín, uno de ellos anterior al siglo XIV. Toda una joya con anotaciones manuscritas en un latín tardío con bastantes incorrecciones propias de algún religioso con una cultura limitada. Se suman cuatro libros parroquiales de registro de bautismos, matrimonios y defunciones, sin ningún valor especial y tres carpetas con las copias de las cartas que don José María, el último de los capellanes que ocupó la casa parroquial, enviaba al Vaticano.

Pasan cinco minutos de las cinco de la tarde y hace recuento del primer día de trabajo que ha resultado más complicado de lo esperado.

No llegó más tarde de las nueve de la mañana, sin embargo, don Matías, que había acabado la misa, se había marchado dejando la puerta de la Iglesia cerrada a cal y canto.

Puede que fueran las once de la mañana cuando, recostada en el asiento del conductor de su destartalado Seat Panda, oyó el crujir de la gravilla bajo las ruedas de un automóvil. Abrió los ojos y giró la cabeza para comprobar que el Citroën AX del cura estaba deteniéndose en la parte trasera de la Iglesia, donde la sombra se iba alargando.

Lo vio venir lento, con una parsimonia que se hacía acompañar de una sonrisa fingidamente beatífica. La sotana estaba abierta a la altura del alzacuellos, incapaz de contener una papada que lo desbordaba.

─ A nadie de provecho le pilla el sol en la cama.

La joven salió de coche y cerró con fuerza la puerta.

─ Es de bien nacido, esperar al invitado.

─ Espero que de este tiempo de reflexión haya sacado algún provecho para su alma, señorita.

─ No se preocupe, mi alma está bien servida de paciencia infinita.

─ Omnes scimus Deum esse Bonum.

─ Igitur domi militiaeque boni mores colebantur.

─ ¿Me está proponiendo que cuidemos los modales tanto en la paz como en la guerra, tal como dice Salustio en su Conjuración de Catilina?

─ Todo depende de usted, cura.

Ahora, cansada, cierra la carpeta con el informe y guarda la cámara con la que ha fotografiado cada página del misal glosado. Deja para el día siguiente una arqueta de madera donde, según una memoria, se guardan varios tomos, alguno de ellos manuscritos a los que se les da poco valor.

Le llega el runrún monótono del rosario que abraza, a la luz de las velas, los últimos destellos del sol de otoño que entran por el vano que da al sur. Siente la necesidad de fumar un cigarrillo y apaga la lámpara de mesa de tipo banquero para dirigirse hacia la puerta que sale a la nave de cruz latina donde don Matías termina una letanía rodeado de tres mujeres enlutadas con velo negro sobre sus cabezas y dedos artríticos empujando cuentas brillantes de cristal de colores. Luisa se encamina hacia la puerta del fondo sin disimular los pasos sobre las baldosas ajedrezadas del suelo.

─ Mañana nos vemos a la ocho.

Don Matías responde con una mirada más satánica que vaticana, mientras inicia el siguiente avemaría. Una de las ancianas se santigua espantando los malos pensamientos.

Ya en el exterior la joven recibe el golpe frío de la tarde. El rumor del viento en los pinos que, en forma de media luna, rodean la espalda de la Iglesia, le traen recuerdos de la infancia. Las últimas luces confunden las formas del edificio entre claroscuros de un caravaggio improvisado. Es un conjunto antiguo, sencillo, rústico en sus líneas. La falta de simetría en su construcción no le resta encanto, muy al contrario, le ofrece, a esas horas, una semblanza de fortaleza sólida, propia de lugares acostumbrados a la dureza de un clima que atempera el carácter de quienes arrancan el alimento de una tierra sin agua. Los contrafuertes exteriores soportan el peso de una cubierta no en exceso elevada que apunta con su campanario hacia el cielo que anhela.

Frente a la puerta de medio punto, en la explanada, se alzaban dos monolitos, uno hexagonal, coronado por una cruz, que sirve de soporte a la imagen de una Inmaculada pintada sobre azulejo, en el otro una placa avisa «Instituto Geográfico Nacional. Vértice Geodésico. La Destrucción de esta señal esta penada por la Ley».

Luisa aspira el humo con ansia. Le duelen los ojos y la cabeza. Siente el frío en el cuerpo, punzante, metálico. La última calada la expulsa con pereza. Aún quedan cuatro días.

Comprueba la hora en el reloj de pulsera. Su abuela estará preparando la cena: acelgas, patatas cocidas y ajo de mortero. El abuelo, mientras tanto, estará echando un tocón en la lumbre que arderá hasta las once de la noche con sus lenguas juguetonas, para después derramarse en decenas de ascuas que les guiñarán mientras charlan sobre el coche que se compró Ginés, lo bien que le va a la nieta de la Sidra o la hora de agua que mañana le toca al vivero de abajo. En definitiva, las cosas importantes de la vida.

IV

Los ojos de don Matías, que prepara el altar para la misa de las ocho, se abren de par en par cuando ve a Luisa cruzar la nave, camino del despacho, con un radio casete de dos altavoces y doble pletina colgando de la mano derecha.

─ Es para el gregoriano. ─Avisa la joven y entra sin esperar respuesta en la habitación.

La lámpara del escritorio ya está encendida sobre su trabajo del día anterior. Con cuidado, apila los misales y reordena la mesa para dejar espacio a la arqueta. Al abrirla un olor a moho la pone en alerta. Saca de su bolso de trabajo unos guantes blancos y una mascarilla quirúrgica. El recuento es rápido un volumen del Tractatus De Officiis Venalibus de Giovanni Bauttista de Luca del año 1726 y el Iuris Ecclesiastici Vniuersi de Agostinho Barbosa fechado en el año 1660, ambos volúmenes en un estado deplorable pasto del moho y la polilla.

─ No es eso por lo que se la ha traído aquí. Es pura basura. ─ Le comenta el sacerdote que entra a la habitación ajustándose el cíngulo. ─ El motivo de su presencia está en el fondo de la arqueta.

Luisa extrae una caja del interior de un envoltorio de terciopelo granate.

─ Es madera de roble africano, muy resistente a la humedad. La encontré sellada y protegida dentro de un pequeño cofre lleno de miel. Esto hizo que se mantuviera a salvo de cualquier agente exterior.

La joven comprueba que el sello roto contiene parte de una conocida inscripción en latín: SIGILLUM MILLITUM, el resto está destrozado.

─ ¿Quién tiene conocimiento de todo esto?

─ De lo que vio ayer y de estos dos volúmenes de derecho, la Diócesis y la Universidad. De lo que va a ver hoy, usted y yo.

Una de las habituales de la misa de ocho asoma el rostro, por la puerta del despacho.

─ Don Matías, la misa, que se nos hace un poquico tarde.

El cura gira la cabeza levemente hacia la impertinente.

─ Isidra, vuelva al banco y rece algo más, que ya voy.

─ ¿No se le ocurrió llevar el cofre a la Universidad? ¿Sabe que lo pueden denunciar en cuanto haga el informe?

─ Aún no sabe qué va a encontrar.

─ Supongo que algún documento de la Orden del Temple, por el sello.

─ Es algo más complejo.

─ ¿Y se fía de mí?

─ No me queda más remedio. Mi latín es limitado y necesito algo de ayuda para saber.

─ Insisto. ¿Y se fía de mí?

─ Usted es de la tierra. Confío en que hará lo que le dicte su conciencia.

El sacerdote le da la espalda y sale hacia el crucero de la Iglesia.

─ ¡Eh! ¡Eh! ¿Adónde pijo van? ¡Vuelvan ahora mismo que les doy una misa rápida! ─ Grita don Matías con resonancias poco celestiales.

Luisa abre la caja y extrae con cuidado extremo un libro de cubiertas de piel de carnero ennegrecido y páginas de pergamino atadas con tendones de cabra. En su primera página, con una cuidada caligrafía medieval minúscula beneventan, viene consignado el título: Liber Dierum, el libro de los días. Sin duda el diario, tal vez de un freire templario que vino a defender la Caravaca de frontera.

V

“En el día décimo primero del mes de agosto del año de Nuestro Señor de mil doscientos noventa, día de rezo de los musulmanes, yo Pierre de Montfort, caballero de la Milicia de Cristo, rompo la regla XLI por la que no debemos escribir a hermanos, padres o a ningún otro cualquiera sin el consentimiento de mi maestre o comendador porque entiendo que a ninguno de ellos está destinada esta carta extensa y larga sino a Dios Nuestro Señor al cual sólo se le debe glorificar. Non nobis, Domine, non nobis, sed Nomine Tuo da gloriam.

Sé que mi única meta, con estas páginas cubiertas de piel de carnero, es la de volcar en los Oídos Divinos todo lo que ocurre, más bien para dar alivio a mi alma que para que Quien todo lo ve sepa lo que ya sabe.

Pongo, con toda humildad, el título de El Libro de los Días, y que sirva, así como desahogo íntimo entre el Creador y yo puesto que el consuelo del capellán de la Orden no llega a calmar mis dudas y temores, que no son los de saber que cualquier día voy a acompañar a Nuestro Señor, sino de la razón que explica el sufrimiento que nos rodea aquí, en San Juan de Acre, el último reducto cristiano que, tras la caída de Jerusalén, representa la presencia cruzada en Tierra Santa.

Los días son confusos y extraños. El avance de las huestes del enemigo ha cortado la llegada de caravanas, hasta hace poco abundantes y numerosas. La población ya oye el son de los tambores que marcan la marcha del sultán Qalawum Malik. Tan solo resta resistir hasta que Nuestro Señor nos llame a su Vera, porque en verdad el final está cerca.”

La traducción es lenta a causa de una caligrafía irregular. Por el trazo se puede adivinar el estado de ánimo del autor. Luisa consulta, de cuando en cuando, su cuaderno personal de vocabulario y expresiones, el que ha ido recopilando durante la elaboración de su tesis doctoral. Contiene variaciones y acepciones que ha ido encontrando en los distintos textos medievales analizados y que le han aportado un corpus único.

El inicio del diario le confirma lo poco que don Matías le supo adelantar.

─ ¿Hay avances, señorita?

─ Lentos, pero los hay.

─ Bendito sea Dios,

─ El autor es un caballero templario un tanto especial.

─ ¿Especial, por qué?

─ El Temple no destacaba por su nivel intelectual, a pesar de lo que muchos piensan. Salvo los sacerdotes, el resto, caballeros y sargentos, nunca recibían órdenes mayores. Leer y escribir en latín no era algo habitual en ellos.

El sacerdote se sienta en el sillón orejero que hay frente al escritorio.

─ No se deje convencer por toda esa literatura que los viste de monjes que ocultan grandes secretos. Para eso es necesario tener una cultura que esta Orden no tuvo nunca. En su lugar, eran guerreros muy disciplinados y siempre en la vanguardia, de ahí que las bajas entre sus filas fueran constantes.

─ ¿Pero nuestro templario?

─ Nuestro templario era una rara avis. Sabía leer y escribir en latín, tenía cierta cultura que acompañaba con una devoción profunda. Sin embargo, se atrevió a romper una de las reglas monacales para dejar constancia de lo que vivió. Al principio me llamó la atención la falta de humildad en alguien que siente que su Dios le observa y, por tanto, no desconoce nada de lo que le ocurre, de modo que ¿a quién dirige su diario? Pero después caí en la cuenta, al recordar la entrevista a un novelista que aseguraba que escribía para no tener que suicidarse. Nuestro templario debía de estar sufriendo una crisis muy profunda que sobrellevó desahogándose a escondidas en este libro.

Don Matías adelanta todo el volumen de su cuerpo orondo y apoya los codos sobre los brazos del sillón, cruzando los dedos delante de su prominente barriga.

─ Siga, por favor.

─ El caballero Monfort participó en la última defensa de San Juan de Acre. Parece ser que antes del asedio del ejército musulmán, llegó una pequeña fuerza de mercenarios reclutados en Toscana y Lombardía bajo el mando de un tal Nicola de Tiépolo que no impidió que su gente robara y matara en las calles de la ciudad sin importar religión u origen. Fueron a enriquecerse aprovechando la confusión. Alcanzó tal nivel la violencia que los mismos caballeros del Temple tuvieron que hacer funciones de policía hasta que el enemigo rodeó las murallas y tuvieron que empeñarse en la defensa. Nuestro autor formó parte del ataque temerario que los templarios realizaron sobre el campamento egipcio para destruir las máquinas de asedio. En la retirada fue herido y evacuado a la fortaleza del Temple junto al puerto. No pudo participar en la defensa de la muralla y la Torre Maldita donde cayó mortalmente herido el Gran Maestre Beaujeu. Se confirmaba lo que sospechaban, que la ciudad estaba perdida. Fue entonces cuando el Mariscal Severy lo hizo llamar para, tras hacerle jurar que mantendría el secreto de cuanto iba a oír, le reveló que la Orden estaba en posesión de una gran reliquia que ponía bajo su custodia. El objetivo era que la trasladase a una encomienda remota del Temple con la orden de esperar allí hasta un nuevo Gran Maestre se la reclamara. Nuestro caballero se embarcó, acompañado de varios freires más, en una coca, un barco no muy grande. Debía escapar del desastre sin llamar la atención antes de que el puerto fuera bloqueado por la flota enemiga que estaba en camino.

─ ¿La encomienda templaria era Caravaca?

─ Sí.

─ ¿La reliquia era un fragmento de la Cruz de Nuestro Señor?

─ Eso es lo que afirma. Una vez en mar abierto y a salvo, por indicación de Severy, puso a sus compañeros al tanto de la misión y tomaron rumbo a la costa de la Diócesis de Cartagena. Por lo que señala, los templarios de Caravaca recibieron a los recién llegados con cierto recelo. Monfort relata la presión del freire preceptor que estaba al mando de la encomienda para que le informara con detalle de los motivos por los que Severy los había enviado aquí. Parece que el silencio de nuestro caballero irritaba hasta tal extremo a los templarios de la ciudad, que comenzaron a intrigar con alguno de los compañeros de Monfort.

─ Hay que temer los celos ruines de los mediocres.

─ Eso mismo parecía temer el caballero cuando un ejército granadino avanzó desde la frontera. El castillo comenzó a acoger a quienes huían sobrepasando la capacidad de la fortaleza que comenzó a racionar alimentos y agua. El templario es muy cuidadoso a la hora de recoger cada detalle de lo que ocurre durante el asedio. Las escaramuzas para medir la fuerza y la determinación de los musulmanes, los primeros robos de un chusco de pan duro y la reunión desesperada por encontrar una salida imposible. Monfort expuso la estratagema que el Gran Maestre Beaujeu había llevado adelante en Acre, una salida por sorpresa atravesando las líneas enemigas con la intención de acabar con la máquina de asedio. Ahora la misión no iba a ser destruir, sino buscar agua potable que llevar a los asediados. Con el beneplácito del prefecto de la encomienda, que deseaba ver caer a Monfort, éste encabezó la expedición que hoy conocemos como los caballos del vino.

─ Sí, pero dígame, ¿qué pasó con la reliquia?

─ Regresaron con los caballos cargados, empujándolos hasta con sus propios cuerpos mientras esquivaban las flechas moras.

─ La reliquia señorita, la reliquia.

─ Y al atravesar la puerta del castillo sólo quedaban cinco freires venidos de Acre, uno de ellos era Monfort mortalmente herido que encomendó a su caballero más fiel enterrar la reliquia en lugar seguro, para después entregar al sacerdote templario de la encomienda, en confesión, un fragmento falso.

─ ¿Dónde está enterrada?

─ Antes de morir, Monfort le entregó a su hombre de confianza el diario, donde consignó, para evitar el olvido, el lugar donde el fragmento de la Cruz se encuentra enterrado y le rogó que permaneciera fiel a la misión aguardando a que el nuevo Gran Maestre la reclamara, punto que nunca se produjo.

─ Señorita, me está diciendo que…

─ Sí.

Don Matías se pone en pie y camina pensativo por el despacho en penumbra.

─ Devuelva el diario a su caja. No hay necesidad de que cambie lo que siempre ha sido.

          Luisa obedece.

─ Guardemos, señorita, el secreto de que el verdadero relicario no está en el castillo, sino que lo es la ciudad entera.

© Liberato, 2022

Imagen: Sora AI

Soy Liberato Antonio Pérez Marín

Granada, 1964.
Como autor, firmé la novela Erres —finalista del Premio Nadal 2019— bajo el seudónimo Tomás Marín, en honor a mi abuelo materno. He sido finalista del Max Aub y ganador del V Premio Internacional de Narrativa «Ciudad de la Cruz», entre otros.
Me he dedicado a la enseñanza de la literatura en distintos niveles y he impartido análisis de texto y género de opinión para periodistas, muchos de los cuales están en ejercicio profesional y les sigo con interés.
Viajero por naturaleza, prefiero pasar desapercibido para observar: mis historias nacen de ese detalle que surge por azar y se convierte en revelación.
En este blog comparto relatos inéditos, fragmentos y reflexiones sobre el oficio de escribir, invitando siempre al diálogo literario con quien quiera asomarse.