
“Toda vocación verdadera nace en el conflicto y madura en la decepción.”
—María Zambrano
I
«La carrera política es tan digna como cualquier otra», se repetía Marcela cada vez que en casa ponían objeciones a las horas que pasaba en la sede del partido.
No lograba entender el rechazo de sus padres ante su decisión de comprometerse con una opción política. ¿Qué había de malo en ello? ¿No era mejor involucrarse que quedarse en casa, quejarse de lo mal que iba el país y dejar la solución en manos de otros?
La discusión subía de tono, sobre todo a la hora de la cena, cuando el padre preguntaba invariablemente por la marcha de Derecho Natural, como si no existiera otra asignatura en primer curso. Pronto la conversación derivaba hacia el número de clases a las que no había asistido y, finalmente, a los exámenes que había dejado pasar.
Resultaba tedioso intentar explicar la distancia entre el contenido de esas horas perdidas en la Facultad, tan ajenas a la realidad de la calle, y el aprendizaje tangible que encontraba en la sede. Allí, pensaba Marcela, se debatían los problemas auténticos de la sociedad, no en los apuntes polvorientos de una institución que hacía tiempo había dado la espalda al mundo.
Ya cerca de los exámenes de junio, Marcela argumentaba que le resultaba más provechoso estudiar en la biblioteca del Departamento de Derecho Constitucional. Estaba convencida de que su padre solo quería tenerla vigilada, rodeada de libros en su habitación. La controversia desembocaba siempre en un callejón sin salida. Solo la madre era capaz de sugerir unos minutos de serenidad y, en medio de la tregua, le recordaba que, si su vocación política consistía en solucionar los problemas sociales mediante leyes, no había mejor manera de prepararse que terminar la carrera.
Desconcertada por el razonamiento materno, Marcela guardaba silencio y revisaba una y otra vez sus consignas, decidida a demostrar que en la política existían muchos campos más allá de la preparación académica.
—Así es —admitía el padre—, pero al final todo pasa por el Derecho, y tú elegiste ese camino hace un año.
Marcela se revolvía, incómoda.
—Las personas se pueden equivocar.
—Y tú no eres ajena a las equivocaciones —remataba la madre, contundente. —Incluso ahora.
II
Lo que en casa percibían como un rotundo fracaso, Marcela lo entendía como un paso más en su ruta vital.
Al fin y al cabo, su breve paso por Derecho le había servido para saber que ese no era el camino hacia su objetivo. En la sede, todos celebraron su decisión de matricularse en Ciencias Políticas y de la Administración, mucho más acorde con su vocación.
De nada sirvieron las advertencias de la madre sobre la importancia de madurar, de perseverar en lo que se emprende, y sobre la falacia de alcanzar cualquier meta con el mínimo esfuerzo. Tampoco los reproches del padre, quien, con irritante insistencia, recordaba la cantidad de cafés y bocadillos que debía servir cada mañana para pagar los estudios de sus hijos.
No tardó en aparecer la figura del hermano, estudiante de último curso de Arquitectura, como odioso modelo a seguir.
A Marcela le ardían las entrañas ante la obstinada cerrazón que se negaba a comprender su entrega a la política. Ella quería arreglar las vidas de ciudadanos como sus padres, gentes sin ambición, que no habían tenido más visión de futuro que arrendar una cafetería mediocre en un barrio mediocre para servir desayunos mediocres a clientes mediocres. La insistencia en presentar al hermano como ejemplo era aún más exasperante: en mitad de la crisis del ladrillo, él seguía empeñado en terminar Arquitectura. ¿Por qué quienes la rodeaban eran incapaces de percibir cómo se movía el mundo? ¿Acaso la ceguera era un mal endémico? ¿Grados, máster, doctorado? Papel mojado de autómatas que siguen la estela oxidada de un tiempo muerto. Hay que moverse, hay que cambiar el rumbo del barco que se pudre en el fondeadero de soluciones pasadas; para eso estaba ella ahí.
No fue hasta final de curso cuando, mientras todos en casa se movían de puntillas para no distraer a la niña en la preparación de los exámenes, la madre comentó a Marcela, en un recordatorio desesperado, que había llegado el momento de demostrarle al padre que el cambio de carrera había sido un acierto. Sin embargo, el silencio de la hija cayó sobre ella como un jarro de agua hirviendo.
No era casualidad: la mesa de escritorio en la habitación de la hija se mantenía intacta; los libros de consulta, los apuntes que le faltaban, en cambio, se encontraban siempre en la biblioteca de la Facultad, abierta hasta las diez y media de la noche, la hora exacta en que su hija solía regresar a casa.
La sospecha se hizo realidad. Marcela confesó que no pensaba presentarse a ningún examen en junio; la Uni le había resultado una verdadera decepción, muy por debajo de sus expectativas, y había decidido no perder más el tiempo. Todo lo que necesitaba aprender de política lo estaba adquiriendo en la sede: la pragmática del día a día, los comités, los debates, cada reunión rebosante de conclusiones para mejorar un país dormido. Alguien incluso le había sugerido que ya formaba parte de una nueva generación de políticos, jóvenes y sobradamente preparados, que un imbécil redujo a PoJoSos y más tarde, PioJosos.
La madre preguntó qué opinaban en la sede sobre su decisión de abandonar el primer curso de Ciencias Políticas.
—Les parece muy bien —respondió Marcela, contundente.
La pobre mujer tuvo la certeza de que a los coordinadores del partido les hubiera dado igual que su hija se hubiera matriculado en Ingeniería o en Artes Circenses; lo único que parecía importarles era que fuera universitaria. Decidió que la revelación del abandono debía permanecer oculta al padre, que seguía sirviendo desayunos a razón de un euro cincuenta cada uno. Ya surgiría la oportunidad de ponerlo sobre la mesa, quizá entre un par de copas de vino y un entrecot con guarnición que adormecieran el sentido común.
III
La reunión con el profesor de Antropología de la Educación había sido un completo despropósito, y si Marcela logró mantener la compostura —sin salir por la puerta y dejar al mameluco desarmado, incapaz de continuar su rapapolvo— fue únicamente porque no quería decepcionar a Joaquín, su padrino en el partido. Él le había sugerido especializarse en Pedagogía para, algún día, liderar la renovación educativa del país. Su mentor le había trazado una hoja de ruta —así la llamaba, con grandilocuencia—, el prometido viaje de ascenso a los cielos políticos, como recompensa a todos esos días entregados a la sede, a costa de su familia y de sí misma.
Sin embargo, siempre tropezaba con los mismos obstáculos: una cerrazón inamovible, una incomprensión absoluta frente a su convicción de que el partido tenía respuestas imprescindibles para el país. Para Marcela, aquello era negacionismo en estado puro; la terquedad de creer que nada importaba más que una cafetería decadente o una asignatura tan prescindible como Antropología. Ambas cosas le robaban un tiempo precioso, ese tiempo que ella quería dedicar a dejar huella, a ser recordada por las soluciones que aportara, aunque quienes las recibieran no las merecieran.
Lo que más le dolía era que aquel profesor era afiliado histórico. No se podía creer la falta de corporativismo: él, con quien compartía ideales. ¡Qué se había creído el viejo dinosaurio! Carcamal, bocachancla que alardeaba de haber vivido el mayo del 68. ¡A saber qué ocurrió el mayo del 68! Eso es prehistoria. ¿A quién le importa ahora? Se necesitan soluciones actuales, visiones renovadas, colaboración real. ¿Qué le habría costado evaluarla con un trabajo? ¿Qué le habría costado aliviarla de la asistencia para que pudiera dedicarse por completo al programa de las autonómicas? ¿Qué le habría costado comprender que hay personas destinadas a no enclaustrarse en despachos repletos de libros, como él, sino a mover las piezas del mundo?
Alardea de intelectual, pero no hay diferencia entra su estrechez de miras y la de sus padres y hermano, que solo aspira a terminar un proyecto sobre un tal Gropius. ¿A quién le puede importar hoy un alemán que hacía casas? ¿A quién le importa la Antropología de la Educación?
IV
La noche electoral fue un varapalo inesperado. Las expectativas en la sede habían sido muy altas durante la campaña, pero los peores augurios de la línea no oficial, con su carga de negatividad, terminaron por confirmarse.
Quizá ellos mismos fueran responsables de no alcanzar los cinco diputados por sus filtraciones de malestar y desacuerdo con la dirección que imponía Joaquín. Había sido irresponsable airear las quejas sobre la falta de democracia interna en la composición de las listas. ¿Qué hubieran hecho ellos en nuestro lugar?, mascullaba Marcela mientras anotaba ideas en su cuaderno, mientras seguía el escrutinio oficial en la pantalla del hotel.
Cinco diputados.
Ella se había quedado a dos, solo a dos.
De nuevo había que regresar al trabajo de base, de nuevo a postergar la primera línea para un mejor momento, de nuevo a soportar los reproches en casa. Quizá Joaquín le ofreciera ser su secretaria o jefa de prensa, todo podía ser. Mientras tanto, tal vez se matriculara en Historia.
V
Al principio, todo eran promesas. Le aseguraron que su esfuerzo durante la campaña municipal sería recompensado, que ahora sí, que una cara nueva tendría por fin la oportunidad de ocupar una concejalía. Quizá Cultura, sugerían con condescendencia, porque —decían— su “experiencia dispersa en distintas carreras universitarias” podría aportar, en términos muy de hoy, un valor añadido. Marcela se dejó arrastrar por la euforia, multiplicándose en actos y reuniones, creyendo que, por una vez, el mérito sería suficiente.
La noche electoral no fue la soñada, pero el partido ganó, aunque no con mayoría absoluta. Tocaba negociar. Pronto le hicieron ver que para asegurar la alcaldía necesitaban el pacto con el partido localista, y ese acuerdo pasaba —cómo no— por sacrificar alguna promesa propia en el altar de la aritmética municipal.
Joaquín, con gesto serio y voz untuosa, le comunicó la decisión:
—Debes ceder tu puesto, Marcela. Es un sacrificio por el bien común. Tú entiendes el verdadero compromiso, ¿verdad?
La explicación era impecable: su candidatura era la moneda de cambio, una muestra de generosidad y madurez. Al fin y al cabo, ¿qué importaba, una vez más, que no acabara lo que había empezado? Y de pronto, todos aquellos elogios y reconocimientos se deshicieron como los lemas vacíos de campaña.
No hubo escena ni reproches cuando un mes más tarde, Marcela, delantal y libreta en mano, anotaba los cafés con leche, cortados, solos, carajillos, tostadas mixtas, de tomate, croissants, sin demasiada mantequilla, no olvides la sacarina… a Joaquín y a parte de la cúpula, reunidos en la cafetería más cercana a la sede, la cafetería de su familia, para celebrar el pacto.
Mientras rellenaba las tazas y repartía los desayunos en las cinco mesas unidas para la ocasión, apenas pudo evitar una sonrisa torcida.
Fue el padre el que le susurró al oído:
—Toma —le dio una bandeja de plástico negro con el logo del local. —Procura que esta vez no se vayan sin pagar.
© Liberato 2025
Imagen: Sora AI

