
«Todo lo que vemos o parecemos no es más que un sueño dentro de un sueño.»
— Edgar Allan Poe
—Que el día sea leve, amor.
Se lo dice con los ojos entornados, la voz aún tibia por el sueño que arrastra. Ella le acaricia la mejilla, como cada mañana, antes de que él se levante. Tiene el pelo revuelto sobre la almohada, la sábana a medio cuerpo.
La luz entra por la ventana, tímida y suave. Desde la cama se ve parte del casco antiguo de Toledo: tejados irregulares, campanarios viejos, un perfil de piedra y el cielo difuso en la bruma que sube del río. El dormitorio es pequeño pero luminoso, con muebles funcionales, estanterías cargadas de libros y un ventilador de techo que gira con desgana. Ocupa la última planta de un edificio histórico en la zona central de la ciudad, donde los ruidos de la calle suben como murmullos trepadores por las fachadas de ladrillo antiguo y cal hinchada.
Rodrigo le besa la frente y le promete que volverá pronto..
—No tardes —dice ella, sonriendo, casi sin abrir los ojos.
Él cruza el pasillo en silencio. La ducha le ha plantado los pies en la realidad del día; comprueba la hora y la ansiedad le sube por la garganta con un nudo áspero. La cafetera murmura su rutina y él bebe un sorbo rápido de un café solo que su madre siempre ha apellidado “volado”. Busca las llaves y sale.
En la parada del autobús ya hay gente. Sube al L61 dirección a la Avenida de Europa. Al entrar siente que le falta el aire. Busca un asiento junto a una ventanilla, al menos la panorámica del exterior le ayudará a sobrellevar la claustrofobia. El vehículo se sacude en cada semáforo como si se rebelara frente al pedal del acelerador.
Junto a él se ha sentado un hombre que no para de hablar por el móvil. Su voz es aguda, cortante. Su conversación huele a café recalentado y algo más, un fondo ácido de cena mal digerida mezclado con sudor y desodorante barato. Le brillan los dientes mientras ríe solo, subiendo el tono para que todo el entorno sea consciente de lo bien que da las órdenes. Las palabras rebotan en la cabeza de Rodrigo como avispas encerradas en una bolsa de plástico. Intenta mirar por la ventana, abstraerse, contar los balcones de las casas, leer los letreros, pero no funciona. El aliento ajeno, los cuerpos pegados, los frenazos bruscos. Le late la nuca. La ansiedad es una bestia muda, encajada entre sus costillas que oprime el pecho desde dentro. Cierra los ojos. Respira hondo y se repite: falta poco.
Baja dos paradas antes de la habitual. Camina el resto. Le viene bien el aire fresco.
El edificio de la Delegación de Educación, Cultura y Deportes se alza como una gran losa moderna a las afueras del entramado viejo de Toledo. Hormigón, cristal y líneas rectas que parecían haber olvidado el arte de la sombra. Los ventanales amplios no deja entrar luz sino una especie de reflejo apagado, como si filtraran la claridad para que no molestara al expediente. La fachada, de un gris mate, muestra su severidad funcionarial sin pudor, como una firma administrativa.
—Buenos días, Rodrigo.
—Buenos días —responde él. Nunca ha sabido decir más.
El pasillo hasta su despacho es un túnel de burocracia. Gente que entra y sale, carpetas en las manos, móviles en la oreja, sonrisas forzadas o ausentes. Nadie se detiene demasiado. En la puerta del despacho de los informáticos, sigue colgado el cartel de «Solo ante el peligro». Gary Cooper avanza, solo, por la calle fantasmal y desdibujada. Es su pequeña herejía.
—Rodrigo, no olvides lo del cartel, ¿eh? —dice Javier, el supervisor, con su tono de siempre, medio broma, medio reproche —coloca el de políticas inclusivas que te dejé la semana pasada.
—Lo tengo en mente —responde él.
Se sienta frente al ordenador. Tarda cinco minutos en arrancar. El sistema operativo lleva más de una década sin soporte técnico. Cada día es una guerra de parches improvisados, reinicios, errores que se repiten con otros códigos. Sin embargo, son las fotocopiadoras su verdadero tormento. En los últimos tres meses ha soñado con una red estable más veces de las que ha soñado con ella, y eso ya es decir mucho.
—Rodri, cielo, la impresora del despacho de dirección vuelve a hacer cosas raras —le dice Clara desde la puerta.
—¿Qué clase de cosas raras?
—Imprime en blanco. Solo en blanco y eso que ayer le cambiaste el tóner. ¡Ay! Que parece como un grito mudo.
—Voy —dice él, y se levanta con el cansancio adherido a los talones.
Pasa la mañana entre cables, pantallas congeladas y documentación que nadie ha leído jamás. Nadie entiende lo que hace, ni les interesa. Para la mayoría es una presencia útil, como una silla que no se rompe. Eduardo, el otro informático, cayó en depresión el año pasado. No ha vuelto. Nadie ha preguntado mucho.
A mediodía va a la taberna de siempre. Bocadillo de tortilla y agua con gas. El camarero lo conoce, no necesita preguntar, le sirve y cobra sin apenas pronunciar una sola palabra. Rodrigo tiene la costumbre de sentarse en la barra. Escucha conversaciones ajenas: fútbol, reformas, dietas, hijos, alquileres.
Media hora más tarde está de vuelta. El despacho huele a plástico caliente. Teclea sin pensar. Código. Comprobaciones. Alguna broma al pasar de Clara o Ramón, del archivo. Él responde con un gesto o una sonrisa mínima. No le interesa integrarse. No sabe hacerlo.
Al final de la jornada apaga el ordenador, cierra la puerta y toca el sombrero de Gary Cooper con el dedo índice. Un día más sin cambiar el cartel. No se despide de nadie. Nadie se despide de él. A veces se pregunta si su ausencia se notaría. Cree que sí, pero solo por el colapso técnico. No por él.
De camino a casa, la ciudad suena distinta. Más blanda. Más tibia. Toledo tiene ese don: cuando cae el sol, los contornos se difuminan y todo parece una postal antigua. Sube por la cuesta empedrada. Llega al ático. En el recibidor, las llaves caen en el cuenco de barro como una rutina sagrada. El silencio es limpio, sin huellas.
Abre la nevera. Cartón de leche, y medio paquete de jamón cocido. Bebe directamente del envase y se come una loncha de pie, con la puerta abierta. Cierra. Se lava los dientes. Se quita la ropa y se tumba en la cama deshecha.
Mira el techo. A veces imagina que ella está en la ducha, que saldrá envuelta en vapor, con esa sonrisa dormida. A veces cree escuchar sus pasos descalzos por el suelo de madera. Pero nada. Ni el más leve sonido.
No son las siete de la tarde aún cuando cierra los ojos y el cansancio lo arrastra hacia el primer sueño.
—Hola, amor. Ya has llegado —le dice ella.
Sonríe y acaricia el cuello de él que responde sin palabras, colocando su mano en la de ella. Su cuerpo junto al suyo. El calor. La calma. El perfume es leve, suave. Su voz como un abrigo. Cada palabra suya tiene la textura exacta del refugio.
—Hoy estabas más cansado —le dice ella.
—Ha sido un día largo.
—Ya pasó.
Él la abraza. Su respiración es pausada. Su piel tiene esa temperatura precisa entre el sueño y la vigilia.
Entonces, algo se enfría. Suena estridente el timbre de la puerta. La sombra cambia de forma y él se despierta. Abre los ojos y el otro lado de la cama está vacío.
Nada. Nadie.
El ventilador gira en el techo con su rumor de alas lentas.
Suena de nuevo el timbre, pero él no reacciona. Cierra los ojos otra vez y maldice con toda su alma a quien la ha ahuyentado.
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