Como cada año, el día uno de enero es para Carmela jornada de faena. Selecciona dos cajas, escogidas del trastero atestado de memoria, las sube al salón y las abre para seleccionar los recuerdos de los que se desprenderá para encarar los siguientes meses más ligera.

          Pancho la observa con la alternancia de sus dos perspectivas, paciente. Es la primera vez que asiste al ritual y espera a que concluya para sacar conclusiones guacamayas.

          En una las cajas, Carmela encuentra su diario de a bordo de cuando fue responsable del Departamento de Lengua y Literatura en el Instituto; puesto que asumió cuando Aguirre, el Jefe de Estudios, le pidió que pusiera
orden en aquel galimatías que formaba el grupo de docentes más heterogéneo que se podía aglutinar en torno a una asignatura y que era fuente de discusiones, cada vez que intentaban ponerse de acuerdo sobre la conveniencia de saturar a dictados, la correcta norma para distinguir los hiatos y otros dilemas cruciales para el futuro de la humanidad agonizante.

          Carmela siempre anduvo ajena a tales contiendas, ensimismada como estaba en sus clases de BUP y COU, más tarde Bachillerato, con el objetivo puesto en la Selectividad, más tarde PAU y EVAU, que conmutar un nombre,
maldito Derrida, parecía que cambiaba la realidad, aunque los estudiantes continuaban con la práctica de estudiar un año completo para aprobar el mismo perro con distinto collar.

          La veterana profesora descubre que aún conserva los listados de estudiantes, sus calificaciones, las copias de las actas y…, se topa de bruces, las copias de los informes sobre deriva del Departamento.

         Le viene a la mente el caldo de cultivo de sus dos primeras batallas, doce docentes entre los que encontraba un geógrafo, ocho licenciados de Historia, una filóloga clásica, un filólogo semítico y ella, la única
especialista en lengua y literatura castellana. Los filólogos eran, por naturaleza, aliados, pero el grupo de historia formaba el frente independiente del oeste americano, que tendía a aplicar su naturaleza historicista y devoción
por la gramática parda, preñada de reglas y más reglas, todo lo contrario de lo que los amigos de las palabras solían aplicar: una metodología más estructural que tiraba más del conocimiento que de la memoria.

          Uno de los más acérrimos enemigos de Carmela vino a ser Eduardo Manta, un turolense
que recordaba al auditorio, cada vez que se presentaba la ocasión, su grado de doctor, conseguido con esfuerzo después de hacer un exhaustivo análisis de los escudos nobiliarios de su pueblo aragonés. Aquella tesis le motivó para escribir un manual de ortografía con reglas y ejercicios que podrían preparar para el octavo grado de Trivial Pursuit, de no ser por la acumulación seria de errores que acumulaba.

          Diligentemente, el profesor Manta obligaba a sus estudiantes a comprar, a principio de curso, la autoedición de su obra práctica, de discutible diseño, tanto en cuanto que el sabio historiador no pasaba de usar el ya obsoleto WordPerfect 5.1 sin actualizaciones desde hacía ya ocho años.

          El mantra de que el docente tiene libertad de cátedra entre las paredes de su aula chocaba de frente con el deseo de unificación que perseguía el Jefe de Estudios y que, por consiguiente, ordenó alcanzar a la
veterana nueva responsable del Departamento de Lengua.

          Estallaron las hostilidades cuando Eduardo quiso que las fronteras de su imperio de pingües beneficios se expandieran allende su clase, a lo que Carmela se negó, razonando una por una las erratas lingüísticas que el
historiador insistía en enseñar sobre la base de sus conocimientos doctorales.

          La batalla quedó en un armisticio beligerante que amenazaba iniciar de nuevo la contienda a la más mínima expresión de disconformidad y ahí llegó la segunda batalla.

          Carmela quiso revisar el listado de lecturas obligatorias que los docentes seleccionaban para sus cursos y se quedó con la boca abierta cuando comprobó, de nuevo Manta, que El Quijote y El Principito estaban asociados con Primero de ESO.

–   Pasa Edu, pasa. – Le invitó Aguirre desde la mesa de reuniones de la Jefatura de Estudios.

–   ¿Ocurre algo? – Espetó a bocajarro al comprobar que la responsable de Departamento
estaba sentada junto al Jefe de Estudios.

–   No, no pasa nada. Siéntate, por favor. Sólo son unas consultas de rutina.

–   ¿Rutina? Tengo mucho que hacer.

–   Nosotros también, Edu. Siéntate por favor.

          El profesor se sentó en el extremo de la mesa.

–   Estamos revisando las lecturas en la asignatura de Lengua para procurar que no se repitan de un curso para otro; vamos, que todo esté coordinado.

          Eduardo Manta se dejó caer sobre el respaldo del sillón y cruzó los brazos sobre el pecho. Se preparó para la defensa numantina.

–   Hemos comprobado que mandas leer a tus estudiantes El Quijote y El Principito y Carmela tiene algunas preguntas que hacerte sobre esos libros.

    –   ¿Por qué?

    –   Pues porque ella es quien se ocupa de coordinar. Es su responsabilidad ¿no crees?

          Manta gruñó.

    –   Una pregunta Eduardo. ¿Cuántos fragmentos de El Quijote leen tus alumnos?

    –   ¿Cómo que fragmentos? Lo leen entero.

    –   ¿Sabes que esa obra se estudia con profundidad en cursos más avanzados?

    –   Eso adelantan mis alumnos.

    –   Con ese principio, si enseñamos asignaturas de carrera en ESO, eso que adelantan nuestros estudiantes.

    –   No es lo mismo.

    –   ¿Sabes lo que es el plano inclinado?

    –   No soy de matemáticas.

    –   Pues deberías saber que es el principio docente consistente en aplicar una dificultad progresiva al alumno y que, en tema de lectura, existen lecturas especialmente dirigidas a las distintas edades que buscan crear afición por la lectura y no animadversión por ella. Esos libros los han diseñado personas que saben más que yo… y que tú.

    –   Insisto en que no soy de matemáticas.

    –   Otra pregunta.

          El profesor Manta miró su reloj.

    –   Sólo un minuto más, tranquilo.

    –   Estoy muy tranquilo.

    –   ¿Por qué has elegido El Principito como lectura de tu curso?

    –   Porque es un libro infantil.

    –   ¿En qué te basas?

    –   Me lo hicieron leer cuando tenía once años.

    –   Debes de tener unos cuarenta y dos años, de modo que hace unos treinta años. Otra pregunta. ¿Les haces una introducción antes de la lectura?

    –   No, es un libro infantil.

    –   De modo que no les hablas del sentido de la existencia, de las metáforas que hay tras cada página, del elogio a la amistad…

    –   ¿Qué tonterías estás diciendo?

    –   ¿Les hablas del suicidio?

    –   ¿Qué suicidio?

    –   El del protagonista.

    –   El Principito no se suicida.

    –   Yo creo que sí, de hecho, el protagonista le pregunta a la serpiente desde lo alto del muro si tiene un buen veneno y si va a sufrir mucho tiempo.

    –   Eso no lo dice.

    –   ¿Te leíste de verdad la obra?

    –   Sí…

    –   Digo después de aquella lectura a los doce años.

          Manta guardo silencio. Estaba intentando recordar.

    –   El Principito se suicida.

    –   Bueno, puede ser que le pida a la serpiente que le muerda para ir a su planeta.

    –   Como la secta de la Guayana, suicidio para ir a un planeta exterior mejor.

          El profesor estaba rumiando su rencor en lugar del argumento que se le estaba colocando sobre la mesa.

    –   Eduardo, sólo busco que todo se racionalice. El que tras la Guerra Civil los niños aprendieran a leer con El Quijote no se debía a que éste sea la mejor obra escrita en castellano, sino porque era el único libro que había en muchas escuelas del país, especialmente las rurales, lo que demuestra que el ser humano aprende en cualquier contexto y con cualquier material, sencillamente se adapta. El que les hagas leer El Principito con esos destellos de amistad entre el niño y el zorro es genial, pero debes prepararlos para aquellos tramos que no son más que para adultos,
porque el libro lo escribe un señor adherido al movimiento existencial, ese que viene a decir, en boca de Sartre, que nacemos para morir.

          Tras aquella reunión improductiva, Carmela continuó el curso intentando enderezar las incoherencias heredadas, justo hasta el momento en que Aguirre le anunció que la dejaba libre de ataduras departamentales para poder centrarse en las necesidades del nuevo cambio de directrices para el acceso de sus estudiantes a la Universidad. Uno más.

          Fue en octubre siguiente cuando Lucrecia Donatello, la profesora de matemáticas, le preguntó a bocajarro.

    –   ¿Cómo sienta que te degraden?

          A lo que la veterana Carmela le contestó:

    –   Pues aliviada. Ten en cuenta de que parto de un principio inmutable en el trabajo: no tengo propiedad sobre mi aula, mis estudiantes, mi mesa, el ordenador de la sala de profesores… y mucho menos sobre la necesidad de tener que oírte de aquí en adelante.

          Esa tarde del uno de enero, Pancho, el guacamayo vicepresidente de la Comunidad de Propietarios, no llega a entender el motivo por el que Carmela rompe todos y cada uno de los papeles de aquellas dos cajas, pero ha debido ser algo positivo porque en rostro de su amiga ha percibido un claro alivio, el mismo que él siente cuando la piedra que ha tragado, en lugar de la semilla, ha terminado de bajar por el cuello y llega al buche, donde le sirve para desmenuzar el grano con el que se alimenta.

Texto: ©Liberato 2023.

Fotografía: ©Vivian Maier. New York, MY, 1955.Howard Greeberg Gallery.

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Soy Liberato Antonio Pérez Marín

Granada, 1964.
Como autor, firmé la novela Erres —finalista del Premio Nadal 2019— bajo el seudónimo Tomás Marín, en honor a mi abuelo materno. He sido finalista del Max Aub y ganador del V Premio Internacional de Narrativa «Ciudad de la Cruz», entre otros.
Me he dedicado a la enseñanza de la literatura en distintos niveles y he impartido análisis de texto y género de opinión para periodistas, muchos de los cuales están en ejercicio profesional y les sigo con interés.
Viajero por naturaleza, prefiero pasar desapercibido para observar: mis historias nacen de ese detalle que surge por azar y se convierte en revelación.
En este blog comparto relatos inéditos, fragmentos y reflexiones sobre el oficio de escribir, invitando siempre al diálogo literario con quien quiera asomarse.