
Pancho, el guacamayo, en su pequeño cerebro avícola, entiende que hay distintos tipos de humanos.
El primero es ese espécimen de género femenino con el que convive y que le facilita una generosa ración de grano, además de agua y cobijo. ¡Qué más puede pedir!
Por otro lado, no lo agobia a gritos o aspavientos de esas alas blancuzcas sin plumas que tienen estos simios depilados, lo que es de agradecer.
Le permite su innata curiosidad sin protestar, dejándole deambular por la cueva-nido sin ningún tipo de restricción; es más, le deja abiertas las oquedades por las que ve el cielo y, cuando no se topa con ese muro invisible, puede salir a volar, porque a Pancho le gusta trazar varios giros alrededor de esa colmena de nidos con laguna en medio, donde los humanos se arraciman para empujarse, saltarse o achicharrarse. Toda una locura de especie bípeda.
Le intriga que su humana se pase el tiempo observando hojas de árbol blancas con cagaditas de mosca negras, muy bien alineadas, eso sí. Debe ser un código para comunicarse, como el que utilizan ellos, los guacamayos, con sus colores o sus garridos armónicos.
Si es sincero, lo que más le llama la atención son esos humanos que se mueven y hablan en el cuadro de la pared, a veces en blanco y negro, otras a todo color, sin un motivo lógico. Sin embargo, se trata de un misterio tolerable porque cuando aparecen, tiene ración extra de frutos secos.
Pancho tiene la necesidad de explicarle a su humana que el suelo de madera le hace resbalar, que no le gusta que le lime las uñas y que agradecería un cuenco de agua junto a la jaula, no dentro, porque cuando bebe, salpica y no quiere tener el nido con olor a pluma mojada. Por todo, ha decidido que es prioritario aprender idiomas.
Ya ha conseguido pronunciar “te rebanaré el cuello”, que Pancho considera, tras una concienzuda observación de las reacciones producidas, que en guacamayés viene a significar algo así como “si eres tan amable, aléjate de mi humana, porque considero que tu actitud es poco amigable”. En definitiva, una advertencia muy considerada y diplomática.
Otra de las frases que ha aprendido es la de “manos arriba, esto es un atraco” que, en su avispada mente, ha concluido que es el equivalente en loresco a un “hola ¿qué tal estás? ¿La señora y los polluelos bien?”. La última de las frases adquiridas con esfuerzo plumesco es la pronunciada por un humano cabreado en el cuadrado de la pared que se mueve, que vino a decir en tono pausado: “merece jarabe democrático”, o lo que es lo mismo, en su lengua de pico fino: “te voy a picotear el colodrillo”. A esta traducción llegó Pancho al ver la respuesta de la simia sin pelo del quinto que, tras soltársela sin previo aviso cuando le pedía sal a su humana, escapó como pato con urgencias de buche descompuesto escaleras arriba.
El segundo tipo de humanos es el menudo. Se trata de polluelos de dos tipos distintos; los que va a cuatro patas, que reciben toda clase de carantoñas, y los bípedos, acreedores de reconvenciones e incluso algún que otro grito o golpe de un amplio abanico de calibres y calidades.
Estos últimos, en lugar de esperar en el nido, como manda la sabia naturaleza, son los progenitores quienes los persiguen continuamente para que regresen a resguardo del hogar avisándolos, desde la atalaya de sus cubículos, con graznidos de peligro del estilo, “JohnnyDi, el bocadillo” o “Azrael, no le pegues demasiado a tu hermano”.
Costumbres curiosas y poco lógicas para un ave tan rigurosa en la tradición avícola como es él.
No deja de sorprenderse por la crueldad con la que se tratan entre ellos esos menudos a dos patas. Aún recuerda con espanto el modo en que se lanzan unos, desde el borde de la laguna de fondo artificialmente azul, sobre los otros que andan chapoteando en el agua. Cabría pensar que sólo tienen en mente la extinción de sus congéneres, tal vez porque, en su lógica de guacamayo, el alimento humano va escaseando y es hora de una conveniente reducción de unidades desechables.
Lo que sí constató es que hay cuatro de esos especímenes bajitos que no tienen mucho respeto por su humana, lo que motivó un picado agresivo con posado majestuoso sobre hombro para recordarles quien es el que vuela aquí. Acción que tuvo su efecto, porque corrieron como pollos sin cabeza, nunca mejor dicho.
Por último, el tercer grupo de simios despeluchados lo componen los progenitores del anterior. Se trata de un conjunto bastante apático, porque se pasan el día tumbados, alrededor de la laguna, sin otro aliciente que tostar esa piel blancuzca que va cambiando de color hasta llegar a un tono parecido al del excremento de mono tití. Está claro que el no tener plumas los obliga a calentarse al sol como serpientes. Esta deducción le hizo valorar el parentesco de ambas especies.
En su exhaustiva observación ha determinado que hay cuatro humanos de la laguna que beben de tubos verdes brillantes. Lo hacen por un agujero, tal y como Pancho pudo corroborar una tarde. Parece que meten su lengua por un agujero para sorber el líquido que huele a col cocida. Esta libación va acompañada de un constante chupeteo, casi obsesivo, a un canutillo blanco del que emana un humo tan maloliente como el sobaco del mono de la jaula contigua en la tienda de animales.
Con esta clasificación, fruto de su investigación guacamayesca, Pancho concluye que solo hay una humana fiable y ésta es Carmela, a la que debe proteger hasta la última de sus plumas, llegado el caso.
Texto: Liberato ©
Foto: Alfred Eisenstaedt, Niños viendo un teatro de títeres, París. 1963. ©

