“Joder, con la vieja.”
Antes de llegar a este punto, Carmela realiza tres descubrimientos cruciales para su aterrizaje, no sin incidentes, Urbanización Golf- Playa Premium Gold 15.
El primero, la docilidad con la que el guacamayo se adapta a su nueva vida en compañía de la profesora recién jubilada. Se suma la facilidad con la que el pájaro es capaz de aprender, que, en ocasiones, supera a la de algunos de sus antiguos alumnos, que presentaban un alto rechazo al conocimiento solo equiparable a la resistencia de la grasa de pato al agua.
Enemiga de las restricciones, verdadera hija sufriente de la dictadura, no como esos, tan modernos, niños nacidos en democracia bien que berrean el prohibido prohibir del 68 prohibiendo en el 22, Carmela deja abiertas la puerta de la jaula y las ventanas, al comprobar que el Pacho es prudente y nada aventurero, tal vez porque nació en cautividad y teme los espacios abiertos.
El guacamayo la sigue perruno caminado por el pasillo y las habitaciones como un marinero recién desembarcado que necesita acostumbrarse a la realidad de que el suelo no se balancea.
Pancho la observa desde sus dos perspectivas, la derecha y la izquierda, moviendo la cabeza para comprobar con un ojo lo que el otro acaba de ver, como si necesitara una doble comprobación desconfiada, como las entidades financieras.
Encaramado al respaldo de una silla, sigue los movimientos de Carmela mientras ésta ordena la biblioteca. Alinea los lomos de los libros con sus palmas, para que queden al mismo nivel. Una comprobación y aprueba con un rotundo: “perfecto”. Tras el cuarto estante es Pancho quien repite en un conato de acento alemán: “perrrrfecto, perrrrfecto”.
Al terminar las cuatro paredes de la biblioteca, la profesora extrae del estante dedicado al cine clásico en blanco y negro el dvd de “La Isla del Tesoro” de Victor Fleming con el delicioso Wallace Beery como infame y tierno pirata Long John Silver.
Ambos, Carmela y Pancho, comparten un cuenco de frutos secos sin sal, maldita tensión que quita siempre el veneno que más gusta, mientras ven la película con su engolado doblaje, tan teatral. Cuando se cierra el fundido en el The End, el guacamayo repite como un loro: “cuando nos amotinamos, cuando nossss amotinamos, doblones, doblones” como lo hace su alter ego sobre el hombro del caimán de John Silver.
El segundo de los descubrimientos es el rincón más alejado de la piscina, a resguardo de un sauce llorón que la protege del sol de la tarde, mientras lee, tras sus gafas negras de sol graduadas, un buen libro al abrazo de su hamaca veneciana de madera blanca.
Lejos, en el centro de la almendra de césped, los niños desarrollan todo tipo de juegos veraniegos asalvajados que van desde intentos de homicidio por ahogamiento hasta el sabotaje intencionado de la tranquilidad de los abuelos. Da la sensación de que esos especímenes pequeñitos se afanan en aplicar a conciencia el mantra estándar de los coach: «hay que huir del estado de confort». Da la impresión de que pocos consideran que a los viejitos les ha costado una vida ganarse esas migajas de tranquilidad, solo alteradas por la medicación, la cola para comprar el pan, los políticos y su servicio de guardería a domicilio.
Destaca uno de los niños, un tarzán sádico de nivel «cum laudem», que espera paciente, como mochuelo vigilante, que alguien que use esnórquel se confíe. En ese momento se acerca de puntillas, el muy imbécil, sin tener en cuenta que la víctima ve sus piernas, y empuja hacia abajo el tubo respirador para que el agua entre a borbotones en la máscara. Después ríe a gritos su gracia mientras se aleja como pato en tierra.
Sin embargo, el juego que más inquieta a la lectora es el que entretiene a cuatro zangolotinos en preadolescencia hormonada que con la cómplice sonrisa del que debe ser uno de los padres responsables, apuntan y cañonean un balón de cuero reglamentario que levantaba lágrimas entre las dianas, siempre de menor edad, preferentemente femeninas.
El tercer y último de los descubrimientos se produce esta misma tarde, el de la fidelidad. Ocurre tras pasar la última página de “El Unicornio” de Manuel Mújica Láinez.
Carmela acaricia el lomo del libro; es su forma de despedirse de la inigualable y lánguida hada Melusina y el rey leproso. Está considerando si Ridley Scott inspiró el guion de “El reino de los cielos” en esta obra del escritor argentino, cuando recibe un golpe en la charnela de sus gafas oscuras que caen al suelo junto al balón, frenado por la hierba, cerca del tronco del sauce.
Un hilillo de sangre resbala por su cara desde la pequeña herida abierta junto al ojo.
La profesora tantea miope, desde la hamaca, y encuentra. Una de las lentes se ha desprendido.
El más despeluchado, canijo y moreno del cuarteto del apocalipsis zombi de la urbanización se acerca con excesivos andares chulescos para su edad.
Es la primera vez que el Tony Manero de baratillo tiene tan cerca a la señora nueva del tercero. Le llama la atención que lo mire con los ojillos entrecerrados, como su hermana cuando él le esconde las gafas de Peppa Pig bajo el cojín que la abuela usa para sentarse en su sillón.
«¿Quéres ciega?»
La mala educación del zangolotino sorprende a la profesora.
“Dame el balón.”
Carmela entorna más los ojos. Intenta distinguir los rasgos del rostro del bulto que tiene delante. mientras limpia con el borde de la blusa el único cristal de las gafas rescatadas.
Los tres mamelucos que faltan se unen a la fiesta y el más malote, que huele a tabaco, se adelanta retador.
“Que nos des el balón, vieja”.
La mujer se pone en pie y se coloca las gafas negras tuertas para fijar el rostro de los cuatro jinetes del posparto en su memoria.
“Joder con la vieja”.
Ríe uno de ellos.
“Parece un pirata con parche”.
En ese instante Pancho, atento desde la ventana, se lanza en picado hasta la vertical de su amiga, expande las alas para frenar el descenso y se posa sobre el hombro derecho de Carmela.
“Joder, hasta tiene un loro”.
Ríen ruidosos.
“Te rebanaré el cuello, te rebanaré el cuello”. Repite el guacamayo.
Las sonrisas imbéciles se congelan en los labios.
“Joder, con la vieja.”
Texto: Liberato ©
Fotografía: Jacques Henri Lartigue 19 ©


