La jubilación sorprende a Carmela como el monstruo a la protagonista de aquellas películas de terror de serie B, que gira, confiada, el pomo que no debe abrir.
La carta de la Consejería le llega mientras encara el final de curso con buenas perspectivas para la EvAU, sumergida entre los nervios y las ilusiones de sus veintiocho estudiantes de último curso.
Su atención se encontraba desviada hacia lo inmediato, dejando, entre la niebla de lo futurible e improbable, el siguiente paso que ahora la desembarca, sin posibilidad de devolución del billete solo de ida, en un vacío con sabor agrio.
Carmela es de golpes de timón valientes, bruscos, hay quien los califica de caprichosos, tal vez de improvisados, sin embargo, cada giro en redondo responde a una necesidad de no volver a contemplar el pasado y mirar solo hacia el horizonte, tan cercano del final.
Esa es la razón por la que se traslada a una urbanización desde la que huele el mar. Su piso es pequeño, tan solo dos dormitorios, uno para ella y el otro para sus libros, que se acomodan, ordenados, en estanterías asimétricas, como la vida misma.
Como recién llegada, ella sonríe y da los buenos días, aunque no se le corresponda. Llama de usted a todo aquel que se cruza en su camino, una vieja costumbre de docente que prefiere las distancias de seguridad desde las que observar y valorar.
Hay alguien que llama a su puerta, con la excusa de darle la bienvenida con una porción de tarta de cumpleaños de la niña que grita y se asoma al rellano, para indagar quién es, si tiene nietos y si ha comprado o alquilado. Responde cáustica, sabiendo la verdadera motivación de aquella amabilidad tan forzada. “Difícilmente puedo ser abuela cuando nunca he sido madre más que de una treintena estudiantes por aula y hora”. Ahí lo deja, mientras se encamina a la cocina para tirar el bizcocho empalagoso a la basura, maldita azúcar, veneno para su diabetes, al tiempo que escucha al otro lado del tabique, “¿qué me dices, con la vieja, que abre la boca y muerde?”
Sin embargo, el encuentro más inquietante se produce en la cochera comunitaria cuando la aborda una mujer de mediana edad, pelo blanco, acento extranjero, acompañada de un niño contenido, que le advierte del ambiente mafioso con el que algunos vecinos se entretienen enturbiando la vida de propietarios y alquilados, especialmente la suya. Después, sin esperar respuesta, grita al niño un espeso africáans “kom op, kind”.
Carmela decide, aquella misma tarde, entrar en la tienda de animales mejor surtida de la ciudad y decidirse por un guacamayo que, según compromiso de la dependiente, era capaz de memorizar frases y repetirlas con la misma facilidad con la que su abuela recita el rosario completo. Mientras paga, la chica, que añade varias muestras de alimentación especializada, le informa que quienes se han decidido por ese tipo de loro siempre terminan enseñándoles palabras mal sonantes. “No se preocupe, Pacho aprenderá frases útiles.” “¿Cómo cuáles, señora?”. Carmela entorna la mirada, “Manos arriba, si no se va de la puerta, dispararé una ráfaga, ratatá ratatá.”
La dependienta abre los ojos y se apresura a entregarle el ticket y desearle feliz tarde.
Texto: Liberato ©
Fotografía: Robert Doisneau © Sur le Canal

