Memorias de un profesor desmemoriado: una historia de caballeros andantes.

Fue a la entrada de un recreo de las once cuando me topé por primera vez con Jorge Luis Blanco. Yo regresaba a la sala de profesores y él se dirigía al despacho del Jefe de Estudios con el polo azul desgarrado y una orgullosa y desafiante sonrisa, mientras el tutor de primer curso de ESO le recriminaba con un amortiguado, por los gritos de los pequeños que salían y el zapateo de quienes regresaban a las aulas, “no vas a cambiar nunca”. No era de meter la nariz donde no debía y aun mantengo esa sana costumbre. Aquel alumno no estaba aún en mi lista.

La segunda ocasión que me encontré con Jorge Luis ocurrió durante una de mis guardias de recreo; paseaba bajo la línea de árboles cuando creí ver, al otro lado del campo de fútbol, a un pequeño tirado en el suelo mientras otro alumno saltaba una y otra vez hasta alcanzar el rostro de un estudiante de último curso que casi le doblaba en tamaño y que respondía con molinillos de brazos que solo herían en vacío. El profesor, que cubría aquella zona, regresó al edificio con ambos alumnos a cada lado, recriminando a uno y a otro con el habitual listado de tópicos extraído del manual estándar de correctivos educativos: “es una vergüenza, ¿qué dirían vuestros padres si os vieran? Vándalos, que sois unos vándalos”, a lo que Jorge Luis, con su polo azul desgarrado en una de sus mangas, le replicaba con su silencio y su acostumbrada mirada de orgullo. Por su parte, el estudiante de Bachillerato clavaba su mirada en el motivo del hilo de sangre que bajaba desde su nariz en línea directa hacia su barbilla y que no era otro que el alumno de sexto al que le había quitado el bocadillo y empezado a apalear, instantes antes de recibir el primer puñetazo de Jorge Luis.

– El chico tiene complejo de justiciero.

– No entiendo – le dije a su tutor cuando nos encontramos en el pasillo.

– Que tiene la costumbre, en el patio, de defender al más débil.

– ¿Y eso no lo deberíamos hacer nosotros?

Eusebio se me quedó mirando unos instantes, después me dio una palmada en el hombro y se alejó al son del timbre que avisaba del inicio del segundo turno de clases.

Dos años más tarde me encomendaron la asignatura de Lengua y Literatura Españolas de cuarto de ESO y allí estaba Jorge Luis, sentado en su pupitre, curiosa palabra de origen francés que viene a significar mesa inclinada para escribir, pero que siempre asocié al sustantivo pulpo, lo que son las cosas.

No tomaba ni una sola nota, atendía a cada palabra que pronunciaba y fruncía el ceño si le pedía que tomara el bolígrafo como hacían todos. No le hacía falta, recordaba todo lo que le interesaba: las hazañas de Rodrigo Díaz, las de Alonso Quijano, la faceta guerrera de Garcilaso de la Vega que murió tomando la fortaleza de Le Muy que se le resistía a su amigo Carlos, el emperador. Solíamos hablar durante el recreo, cuando sus labores de protector ante los abusos de los mayores le dejaban algo de tiempo. Quedó fascinado con la película Braveheart, que usé para contextualizar la Edad Media, con Cyrano de Bergerac de Depardieu, para abrir las puertas del Siglo de Oro, y con El Último Mohicano de Mann para hablar del héroe romántico. Leía los clásicos que les recomendaba y seguían argumentando contra las injusticias que percibía.

A la vuelta de un verano me dijeron que no había entrado en la Universidad y que había preferido la Legión. Lo cierto es que no me lo imaginé nunca como profesor de Historia o abogado penal, le corría demasiada sangre por las venas.

Una tarde, mientras buscaba en el andén del Colegio Montepío el autobús escolar que me llevaría a casa, lo encontré allí de pie, más recio, más adulto.

– Buenas tardes, don Liberato.

– Buenas tardes, Jorge.

– Que le he traído una cosilla. Sé que no pueden recibir regalos y que de hacerlo lo tienen que entregar al Colegio, pero me gustaría que esto se lo quedara usted.

Me ofreció un paquete envuelto con cuidado.

– Hombre, Jorge, no puedo…

– Insisto, don Liberato.

Retiré el papel. Era una edición de lujo de BraveHeart en cuyo estuche aparecía Mel Gibson con la cara pintada de azul, su mandoble apoyado en el suelo y una mirada orgullosa y desafiante.

Me quedé el regalo del amigo.

Creí, años más tarde, verlo con la cara ennegrecida por el humo, vistiendo el uniforme de la UME, en uno de aquellos telediarios de un agosto preñado de incendios,  mientras Agur y yo descansábamos el año en la Sierra de Grazalema.

– A ese de ahí le di clase.

–¿Quién?

–El de la derecha que tira de la manguera de la autobomba.

–¿Cómo se llama?

– Es Jorge Luis.

–¿El de…

– El mismo.

– Parece que no ha cambiado ni un ápice.

– No, sigue siendo el mismo.

Y a pesar de los años, aún me sigue tratando de usted, cuando nos contamos cómo nos va la vida.

© Foto: Unidad Militar de Emergencias, UME

© Liberato 2021

Soy Liberato Antonio Pérez Marín

Granada, 1964.
Como autor, firmé la novela Erres —finalista del Premio Nadal 2019— bajo el seudónimo Tomás Marín, en honor a mi abuelo materno. He sido finalista del Max Aub y ganador del V Premio Internacional de Narrativa «Ciudad de la Cruz», entre otros.
Me he dedicado a la enseñanza de la literatura en distintos niveles y he impartido análisis de texto y género de opinión para periodistas, muchos de los cuales están en ejercicio profesional y les sigo con interés.
Viajero por naturaleza, prefiero pasar desapercibido para observar: mis historias nacen de ese detalle que surge por azar y se convierte en revelación.
En este blog comparto relatos inéditos, fragmentos y reflexiones sobre el oficio de escribir, invitando siempre al diálogo literario con quien quiera asomarse.