Memorias de un profesor desmemoriado: Las vacas no dan clases de Lengua

¿El motivo de mi retraso en la publicación de un nuevo relato? Pues el intento de satisfacer la petición de algunos de mis antiguos alumnos.

– Liberato ¿por qué no escribe algo sobre lo que ocurre a nivel político en España?

Lo estuve pensando y hasta me coloqué ante el ordenador, sin embargo, entré en el chat y respondí:

– Jorge, Manuel, si queréis leer algo sobre cómo va España os sugiero leer a George R. R. Martin y su saga Canción de hielo y fuego, mejor conocida por Juego de Tronos, lectura de cabecera de algún que otro político amateur que intriga luego existe.

A pesar de la respuesta, me quedó un ronroneo insistente que me trajo el recuerdo de una clase de hace más de veinte años.

– ¡Profesor! – Llamó mi atención Pepo – Me tiene que reconocer que los de Ciencias tienen, en sus trabajos, más riesgo que los de Letras.

De nuevo el viejo tema recurrente cuando el docente no es físico, químico o biólogo.

– Tampoco me imagino a don Antonio asesinado por un logaritmo neperiano, Pepo.

– Pero un geólogo puede saltar por los aires, si se acerca a un geiser.

– Pues que no se asome, que un poco de distancia sobra para la observación científica.

– Mi tío puso la mano en uno durante su viaje de novios.

– ¿Y sigue casada tu tía con él? – No pude reprimirme.

– Sí. – Todos rieron la ingenuidad de Juan Méndez.

Me giré hacia Pepo y le sugerí una alternativa a la muerte por formulación inorgánica.

– No creas, mira los corresponsales de guerra, se juegan la vida en más de una ocasión.

Por entonces una tal Ángela Rodicio nos amenizaba los telediarios con su voz aflautada relatando los sinsabores de guerras lejanas embutida en una cazadora de Coronel Tapioca.

– Bien, lo admito, incluso un abogado se juega el tipo, pero reconózcame que un profesor de lengua y literatura no tiene que temer por su vida.

En eso que recordé una vieja historia de filólogos, de espías y guerras civiles.

– Pepo, déjame que te cuente una historia.

Había terminado el curso 35-36 en la Universidad de Salamanca y uno de sus catedráticos, especialista en Lengua Española, colgó los apuntes y tomó la mochila, una grabadora de la época que imprimía sonidos sobre rollos metálicos y su cuaderno para hacer transcripciones fonéticas. El objetivo no era otro que continuar el proyecto que Menéndez Pidal, su viejo maestro, le había encargado a él y a varios condiscípulos: recorrer España tomando muestras de la pronunciación de determinadas palabras en cada pueblo del país, con el fin de elaborar el Atlas Lingüístico de la Península Ibérica. De este modo se conocería con detalle los límites de hablas y dialectos.

Nuestro protagonista tenía asignada el área de Galicia y norte de Portugal, de modo en el 1 de julio de 1936 se encontraba recorriendo pequeñas aldeas del norte del país vecino enseñando fotografías en blanco y negro de objetos cotidianos, pongamos “perro”, y grabando la respuesta a la simple pregunta de “¿y a esto cómo lo llama usted?”, cuestión curiosa para el interrogado por lo evidente, “é um cachorro”, decía el anciano extrañado mientras que nuestro profesor hacía anotaciones en una lengua extraña. En realidad, el filólogo solo estaba transcribiendo en el Alfabeto Fonético Internacional, un compendio de signos que describen la pronunciación exacta de una palabra.

Se encontraba en estas, cuando viene a reventar la Guerra Civil Española y la policía portuguesa, que no debía de andar muy fina en temas filológicos, entendió que aquellos interrogatorios extraños, las constantes grabaciones en un aparato poco común y las notas en un idioma encriptado era cosa de espías, por lo que procedió a su detención y eficiente traslado a Burgos donde se encontraba la sede del ejército rebelde a la República.

El juez militar asignado tampoco debió tener entre las materias de estudio de su carrera una asignatura de Fonética Experimental, de modo que sentenció, a la luz de aquel galimatías de lenguaje extraño y la evidencia de que aquel sujeto que juraba ser tan solo un simple profesor de Universidad había estado realizando actividades poco habituales en un docente como pedirle a un labriego que le dijera el nombre de un botijo, cuando todo el mundo sabe que es un instrumento habitual entre gente de campo, no cabía duda de que había algo sospechoso detrás de aquel sujeto. Sin tiempo para investigar sentenció.

A Madrid, donde se encontraba Menéndez Pidal, llegaron noticias, vía París, de la sentencia y el viejo profesor movió cielo e influencias para que su antiguo alumno salvara el pellejo.

Debieron de ser unos días angustiosos, el caso es que se logró anular la sentencia por recomendación expresa de varios cargos que señalaban a Pidal como aval suficiente, puesto que era persona afecta a la causa a pesar de residir al otro lado de la línea de combates.

Pero la maquinaria funcionarial se mueve como un ente autónomo y como el movimiento se demuestra, en este caso, modificando, el juicio volvió a celebrarse, las pruebas a desempaquetarse y la sentencia a firmarse.

De nuevo se movieron los engranajes diplomáticos, las amistades, las cartas urgentes para, en esta ocasión, sacar al profesor de lengua del mismísimo paredón de fusilamiento.

Sin embargo, alguien con pocas ganas de leer, comprobar listados o simplemente porque se le olvidó que olvidó colocar el correspondiente sello de aprobado, el caso es que el expediente paso de nuevo a la columna de pendientes de juicio.

Por tercera vez se juzgó al pobre diablo, por tercera vez se le sentenció a la pena capital y por tercera vez Pidal volvió a llamar, escribir, pedir y suplicar con el resultado de que… esta vez no hubo garantías de que se sacara al pobre hombre de la fatídica lista de fusilamientos diarios.

Lo dieron por muerto.

Hasta este punto, esta historia me sirvió para demostrar a Pepo y sus compañeros, que no salían de su incredulidad, de la peligrosidad de ser profesor de lengua en tiempo complejos.

– Ya profesor, cosas de la guerra civil, que mi abuelo me ha contado muchas de esas y hasta peores – Añadió Joaquín.

– Así es, las hay y peores.

Sin embargo, la historia no se quedó ahí.

Fue en los inicios de la Transición Española cuando un catedrático de Filología Española, el gran Emilio Alarcos Llorach, que en Oviedo decidió recuperar aquel proyecto del Atlas Lingüístico de Menédez Pidal y envió alumnos de dialectología a recoger datos de cómo se pronunciaba el castellano y el bable en toda Asturias con la intención de elaborar el Atlas Lingüístico y Etnográfico del Principado de Asturias.

Una de las parejas se topó en su zona asignada de la montaña con un vaquero más que dispuesto a responder sus extrañas preguntas del estilo: “¿y a esto como lo llama usted?”. La grabadora no tenía rollos metálicos y el Alfabeto Fonético Internacional había sido sustituido por el español.

– Disculpe señorita – interrumpió el hombre que por su pronunciación no se ajustaba a la pauta de la zona – se está equivocando, guadaña se transcribe así.

Y le cogió el cuaderno y corrigió los errores en la “ñ” y la “u” algo más cerrada por ser semiconsonante.

Los estudiantes se quedaron boquiabiertos, comieron queso, bebieron leche y siguieron con su ronda. Ya en la Facultad, Alarcos les preguntó por la marcha de las entrevistas a lo que ambos le comentaron la anécdota de la transcripción de aquel hombre que no debía ser de la montaña ya que por la pronunciación de castellano vallisoletano. Don Emilio se quedó intrigado y en una de sus salidas de fin de semana se dirigió al lugar para visitar a aquel vaquero más sabio de lo normal.

Los meses posteriores fueron frenéticos. Desde la Universidad de Salamanca ofrecieron al reencontrado profesor su cátedra, ahora honorífica, pagarle los atrasos de tantos años en el limbo y una larga agenda como conferenciante a lo que el viejo profesor contestó con un rotundo:

– No pienso dejar mi casa, aquí, al menos, sé que si se monta una nueva guerra civil las vacas no van a intentar matarme tres ocasiones.

Tal vez esta segunda parte de la historia contradiga el Derecho de la Libertad de Expresión, pero viene de perlas para cubrir el Principio de Prudencia porque, en ocasiones, el enemigo vive a tu lado, no sabe qué es el Alfabeto Fonético Internacional y se deja llevar por su ideología antes que por su humanidad y, por desgracia, esta mezcla deriva en violencia.

Foto: ©Martin Parr

Texto: © Liberato 2021

Soy Liberato Antonio Pérez Marín

Granada, 1964.
Como autor, firmé la novela Erres —finalista del Premio Nadal 2019— bajo el seudónimo Tomás Marín, en honor a mi abuelo materno. He sido finalista del Max Aub y ganador del V Premio Internacional de Narrativa «Ciudad de la Cruz», entre otros.
Me he dedicado a la enseñanza de la literatura en distintos niveles y he impartido análisis de texto y género de opinión para periodistas, muchos de los cuales están en ejercicio profesional y les sigo con interés.
Viajero por naturaleza, prefiero pasar desapercibido para observar: mis historias nacen de ese detalle que surge por azar y se convierte en revelación.
En este blog comparto relatos inéditos, fragmentos y reflexiones sobre el oficio de escribir, invitando siempre al diálogo literario con quien quiera asomarse.