Memorias de un profesor desmemoriado: Pon un Neandertal en tu vida

– Profe, ¿te puedo hacer una pregunta?

– Sí, claro.

No era buen momento para preguntas, bien porque las cuerdas vocales estaban a punto de desprenderse del clavijero de la garganta, toda papel de lija, o porque los pies bombeaban a causa de las cinco horas de clase sin pausa, sin embargo una pregunta siempre merece respuesta y más cuando esperas la ruta escolar que te llevará de regreso a casa. Ánimo, un último esfuerzo.

– ¿Por qué pareces siempre enfadado?

Ya me habían hecho esa misma pregunta, de modo que aplicando el principio de que todo docente, para serlo de calidad, siempre debe de echar mano de sus recursos teatrales, y este punto me lo confirmó años más tarde el gran José Cazorla Pérez en una de nuestras charlas improvisadas, contesté:

– ¿De qué curso eres?

– Primero.

– ¿Has visto alguna ilustración de un Neandertal?

– Sí, tengo uno en el libro de Soci.

– ¿Te has fijado en la visera que tienen sobre los ojos?

– Sí.

– ¿A que parece enfadado el Neandertal?

Se quedó unos segundos en silencio y hasta tuve la sensación de que sus neuronas producían un chirrido particular cuando estaban en pleno funcionamiento, o tal vez fue que el autobús estaba frenando en su zona de embarque.

– Sí, es verdad, parece enfadado. – Logró recordar la imagen.

– Pues eso.

– ¿Entonces, profe, eres un Neandertal?

Me arrepentí en el acto.

– Anda, sube al autobús, Cromañón.

Lo cierto es que ese acto de fruncir el ceño en actitud de enfurruñamiento permanente tiene la función de crear un parapeto defensivo frente a las cuarenta personas por hora ante las que todo docente debe actuar con autoridad y mi experiencia siempre ha sido que quien entraba en un aula con la actitud de «comprensivo amigo del alma» solía terminar corriendo delante de un grupo de alumnos en el patio. Lo he presenciado.

Sin embargo, en mi caso concreto, ese gesto tiene dos motivos, uno físico, soy miope como topo y siempre he necesitado algo de enfoque visual, el segundo experiencial.

Ocurrió el año en que me encargaron la asignatura de Literatura en COU, el curso previo al examen de acceso a la Universidad, aclaración para los Logse y siguientes leyes. Una de las reuniones obligatorias de todo profesor preuniversitario es la anual con el coordinador de la asignatura en tu distrito, y dio la coincidencia de que tal cargo lo ostentaba un antiguo profesor de Universidad con el que me cité para pedirle alguna directriz.

No pisaba la Facultad desde hacía cinco años. Entrar en la cafetería para tomar un café y así hacer tiempo hasta la hora en punto en que se me esperaba en el despacho de la última planta era toda una experiencia. Nada había cambiado, o sí.

No encontraba a «el Richar» que servía los cafés con rapidez, amabilidad y sin entrar en más materia que desear un buen día; en su lugar se encontraba un camarero joven, muy dicharachero y, por el habla, gaditano.

– ¿Qué va zer, maetro?

– Un café con leche fría, por favor.

Dejé el pago en el mostrador y esperé revisando los cambios que el tiempo y la iniciativa le habían introducido a todo aquel espacio: una división del comedor, doble barra y, obviamente, un cambio en la dirección de la cafetería de la Facultad. Quise confirmarlo y miré los grifos de cerveza para comprobar que habían sustituido la infame de entonces por la más que presentable San Miguel. Consulté el reloj, faltaban diez minutos para la reunión y el café con leche aún estaba en proceso, mientras el sustituto de «el Richar» iba y venía de una punta a otra de la barra haciendo alarde de su buen humor, olvidando mi taza de café en la rejilla de la máquina.

– El café con leche, por favor.

– Zí, ara mimito.

Los profesores universitarios seguían ocupando la misma esquina de la barra, junto a la puerta que comunicaba con los auditorios, eso no había cambiado, y los alumnos, me parecían niños, se desperdigaban por las mesas creando islas ruidosas. Se sabían quienes eran extranjeros por el nivel de decibelios.

Faltaban cinco minutos para la reunión, con tres para subir las escaleras a la carrera, tan solo dos para desayunar.

– El café, por favor. -Insistí.

– Ozú que priza, maetro, que hay que i por la vía con ma tranquilidá.

Soltó la taza ante mí y la llenó de leche hasta el borde para salir corriendo a la otra esquina donde hizo ojitos a un nuevo grupo de alumnos y alumnas que acababa de entrar y con el que, parecía, tenía cierta confianza.

Yo miré el reloj, cuatro minutos. Cogí la taza y bebí de un trago sin tiempo para percibir que estaba hirviendo. El café se arrastró por lengua, garganta y estómago haciendo todo el daño que pudo.

Alcé el dedo. Tres minutos y medio.

– No te he dicho que leche fría.

Empecé a notar cómo el paladar se iba descolgando y la lengua hinchando. El sustituto de «el Richar» sonrió y se giró hacia el cliente que tenía a mi derecha y al que aún no había atendido.

– Pue ezo, lese frequita der día. Bien frequita que e.

Y me dejó con la lengua gorda en la boca y una intención torcida en la mente. Tres minutos. La prioridad es la prioridad.

– Buenos días, Liberato. ¡Cuánto tiempo! Parece que volvemos a trabajar juntos.

El despacho no había cambiado, el coordinador tampoco, todo tenía el mismo sabor de entonces menos yo.

– Mueno nia, Osen Tonio. – No pude pasar de ahí.

Mi antiguo profesor se quedó atónito.

– Parece que no te ha sentado bien trabajar en un colegio.-Me dijo.

Tomé papel y lápiz y se lo expliqué en tres líneas. Él leyó, sonrió y creo que comprendió.

Desde entonces, he añadido tres principios más a mi cuaderno de bitácora:

  • A priori, nunca te fíes de nadie, a menos de que tengas la certeza de que sus intenciones son buenas.
  • Aún así, compruébalo todo antes de comenzar.
  • Y la leche del café siempre fría.

Liberato© 2021

Fotografía: Robert Doisneau© 1953

Soy Liberato Antonio Pérez Marín

Granada, 1964.
Como autor, firmé la novela Erres —finalista del Premio Nadal 2019— bajo el seudónimo Tomás Marín, en honor a mi abuelo materno. He sido finalista del Max Aub y ganador del V Premio Internacional de Narrativa «Ciudad de la Cruz», entre otros.
Me he dedicado a la enseñanza de la literatura en distintos niveles y he impartido análisis de texto y género de opinión para periodistas, muchos de los cuales están en ejercicio profesional y les sigo con interés.
Viajero por naturaleza, prefiero pasar desapercibido para observar: mis historias nacen de ese detalle que surge por azar y se convierte en revelación.
En este blog comparto relatos inéditos, fragmentos y reflexiones sobre el oficio de escribir, invitando siempre al diálogo literario con quien quiera asomarse.