Paco, el jefe de estudios, me llamó a su despacho.
– El Espíritu Santo en su magnánima sabiduría te ha elegido para que acompañes a Ildefonso y Sebastián a la convivencia de alumnos en Doñana.
Ildefonso y Sebastián eran los tutores de los dos grupos de segundo de BUP, en donde yo impartía latín. En cuanto al Espíritu Santo, aún no sé por qué decidió que fuera yo el profesor ayudante que asistiera a los dos profesores que organizaban el viaje de convivencia en Doñana, siendo como era un recién llegado, pero si Él había tomado esa decisión quién era yo para oponerme.
– Una pregunta, Paco, ¿Y cómo es que el Espíritu Santo me ha elegido habiendo más profesores en el nivel?
– ¿Tú conoces el chiste del militar recluta?
– No.
– Dice que un recluta recién llegado le preguntó al sargento quién era el elegido para hacer la imaginaria. ¿Sabes qué es?
– No, Paco, no me quisieron en la mili por miope.
– Pues se trata del que se ocupa de vigilar mientras el resto del cuartel duerme.
– ¡Ah! – Respondí sin saber qué tenía que ver el regimiento, el sueño, el viaje, un recluta y yo mezclados en la misma olla.
– Pues el sargento le respondió: tú, tú eres el elegido.
– Ya. – Contesté yo consultando el reloj.
– Al día siguiente el mismo soldado le pregunta de nuevo al sargento: ¿y hoy, mi sargento, a quién le toca hacer la imaginaria? A lo que el sargento le responde: a ti.
Yo me impacientaba, faltaban cinco minutos para que tocara el timbre y aún tenía que recoger mi carpeta en la sala de profesores.
– Y así cada uno de las noches le tocó al soldado velar el sueño de los compañeros.
– ¿Y? – Le insté.
– Cuando lo iban a licenciar, el soldado se acercó a su sargento y el preguntó el motivo por el que había sido el único que le había estado despierto todas y cada una de las noches en aquellos nueve meses, a lo que el suboficial le respondió: es que tú fuiste el único que preguntó.
En ese momento se me hizo la luz y recordé cuando, en la reunión del lunes, se anunció los viajes programados para los distintos niveles: fui el único que levantó la mano para preguntar: ¿Quién va en el viaje de segundo?
Una nueva lección: pregunta lo necesario, sólo lo necesario.
Otra: tan solo ocúpate de mover tu mayonesa, de lo contrario cortas la tuya y la del vecino, por ese orden.
Para cuando me vine a dar cuenta, me encontraba sentado junto al guía-conductor de Doñana, un gaditano achaparrado con gesto de desgana, y a mi espalda parte del grupo B que aprovechaba los saltos del autobús todoterreno para rebotar hasta tocar con las cabezas el techo metálico con manchas de óxido extendidas a modo de islas caribeñas.
El vehículo se detuvo junto a una zona de arbustos y el guía se puso en pie, se dio la vuelta para dirigirse a todos, yo incluido.
– Zeñore, vamo a pazar por la zona de ciervo.
Inexplicablemente el grupo prestó atención.
– Quiero avizarle de que lo ciervo etán acostumbrao a ver el autocar, pero no a la gente.
Yo recorría los rostros de los alumnos; necesitaba constatar que todos atendían las indicaciones.
– Con eto quiero decir que no podemo hacer movimiento, gorpe en el crital u otra coza que azute a lo animale.
El grupo asentía y no encontraba indicios de que alguien estuviera riendo por lo bajo, que es el marcador de que algo se trama.
– ¿Etá to entendío?
Todos los alumnos, como por resorte contestaron:
– Zí.
El guía me miró con cara de pocos amigos reconociendo la chufla que escondía la respuesta. Le di a entender que ya me ocuparía de meter el correctivo educativo más adecuado. Después se volvió a sentar y el autobús continuó dando saltos por las zonas de dunas, cerca de los chaparrales a pleno sol.
El calor era asfixiante. No había aire acondicionado y la poca brisa que entraba lo hacía por unas ranuras de corredera de diez centímetros que se encontraban en la parte superior de los ventanales, insuficiente para veinte adolescentes en su jugo.
De repente el vehículo aminoró la velocidad, apenas alcanzaba unos diez kilómetros por hora. A la izquierda apareció un ciervo de ocho puntas, impresionante, que levantó la cabeza para observar la mole con ruedas que se acercaba. Era evidente que le resultaba familiar porque volvió a rebuscar brotes fresco de entre las ramas del árbol más cercano.
El autocar se detuvo.
Hubo algunos murmullos que callaron cuando los mismos compañeros chasquearon los dedos a modo de llamada de atención.
Estábamos todos extasiados. En silencio. El ciervo seguía observándonos mientras rumiaba parsimonioso.
Eran cuarenta y dos ojos pegados al cristal; los otros dos que quedaban, los del conductor, estaban observando por el retrovisor interno a los otros especímenes de estudio.
Me despisté, lo reconozco, porque el profesor debe tener un ojo sobre la actividad y el otro en los alumnos, de lo contrario ocurre lo que ocurre.
– Bambi, bambi.
Me giré y descubrí a Juanma subido sobre su asiento, con el rostro encajado en la abertura corredera sobre su ventanal, media cara en el exterior y gritando.
– Bambi, bambi.
El ciervo corrió como un poseso y debió de alertar al resto de la fauna del coto, porque no volvimos a ver a un maldito bicho en todo el día, a excepción de Juan Manuel Ortigas que pasó el resto del viaje enfurruñado porque nadie le rio la gracia.
Durante la vuelta me senté al final del autobús, más por alejarme de los gruñidos del conductor que porque me apeteciera estar en la parte más inestable del vehículo.
– Tranquilo, profe, esto es siempre como en las películas.
– No entiendo, ¿qué es como en las películas?
– ¿Tú no has visto la típica peli de miedo donde el más tonto abre, por curiosidad, la puerta tras la que está el monstruo y los mata a todos?
– Sí, la verdad es que sí.
– Pues esto es igual.
– ¿A qué te refieres?
– Pues eso, que siempre hay un tonto que la caga.
Desde aquel día aseguro que he constatado que ese principio, al que bauticé Hollywood, se cumple en todos los ámbitos de la vida, incluida la política.
Liberato© 2020
Fotografía: Robert Doisneau, Gárgola de Notre-Dame (1949)



