
No había sido consciente, hasta aquel momento, de lo extraño que podía resultar mi nombre al estudiante que lo escucha por primera vez; pero es que siempre me he llamado Liberato, incluso cuando apenas tenía unos meses de vida.
Sin embargo, los alumnos no eran el problema; al fin y al cabo, tenían la falsa convicción de que el profesor podría devolver cualquier menosprecio a su persona con una implacable aplicación de bolígrafo rojo en la corrección de exámenes, punto del todo improbable, al menos en lo que concernía a mi ética docente.
En cambio, sí lo eran los padres y madres del centro. Por aquella época Rosa María Sardá representaba, en televisión, el personaje de una señora de rulo y chasquido de diente que tenía al marido tieso como palo de escoba y, para mi desgracia, se hacía llamar Honorato, como el emperador romano.
- Buenos días.
Me acerqué al padre que acababa de entrar por la puerta principal y al que esperaba para tener mi reunión de tutoría.
- Buenos días, busco a Honorato.
Buenos días, – Repetí y me atreví. – No, usted busca a Liberato.
El hombre me miró de arriba abajo y, por la edad que me interpretaba, debió pensar que yo no podía ser profesor del centro y menos tutor, todo lo más, un conserje con chaqueta o becario de mantenedor en traje de domingo.
- No, a Liberto no, a Honorato. -E insistió. – A don Honorato.
Estaba claro que aquel «don» sólo era el empeño de aquel buen hombre por distanciar al tal Honorato de mi persona.
- Perdone, usted es el padre de Juan Nepomuceno.
- Sí.
- Se llama Juan Nepomuceno, padre.
- Así es, caballero.
- Yo me llamo Liberato y soy el tutor de su hijo. Ahí está el pasillo de las salas, de modo que andando.
Para mi alivio, estas situaciones tan solo se producían al comienzo de curso, y sólo en una ocasión, alguien, antes de comenzar una de las clases de latín que, junto con las horas de lengua castellana en EGB, completaban mi horario, se atrevió a preguntarme.
- Profesor.
- ¿Sí? – Andaba de espaldas al aula borrando lo que Paco había dejado en la pizarra.
- ¿De dónde viene su nombre?
Me giré y con el borrador en la mano derecha atiborrado de tiza me elevé a los altares romanos; al fin y al cabo, de manera tangencial venía al pelo para una clase de latín.
- Mi nombre proviene de liberatus, liberati, que era el nombre que recibían los gladiadores cuando conseguían su libertad después de ganar a todos sus adversarios en la arena. – Se me enrojecían las mejillas, pero valía la pena. – Cuando eran libres, ocultaban la marca a fuego que les hicieron en la frente, por su condición de esclavos, con una cinta roja, por lo que eran rápidamente reconocibles. -No me daba cuenta de que gesticulaba con ambas manos y que el polvo blanco ascendía beatíficamente para luego posarse con amabilidad en mi chaqueta azul marino. – Estos liberados, como no sabían hacer otra cosa, solían dedicarse al servicio de guardaespaldas o de matones. – Aquí mantenía la mirada a grupo, con el desafío del Liberatus Maximus que se libró del servicio militar por miope.
Todos me observaban en silencio. El que hizo la pregunta, volvió a insistir.
- Pero ¿de dónde viene?
Estaba ocupado delimitando si insistía por sordera aguda o por distracción. cuando aclaró:
- Profesor, que lo que quería saber es si ese nombre se lo han puesto por alguien de la familia.
En ese momento un alumno, cuyo nombre aún desconocía, levantó el brazo y sin esperar a que le diera permiso dijo con un libro de cubierta azulada en la mano que alzaba.
- Aquí dice que san Liberato es el patrón de los herniados.
Nunca llegué a comprender qué hacía un estudiante de quince años con un santoral en clase de latín.
Liberato© 2020
Foto: Doisneau, Le cadran scolaire, école rue Buffon, Paris 5e, 1956


