Memorias de un profesor desmemoriado: las cuatro lecciones

El colegio Montepío era un laberinto para el primerizo, como supongo que lo es cualquier lugar que se pisa por primera vez.

Sin embargo, no eran sus pasillos salpicados de aulas, salas, despachos, escaleras y rincones, donde los estudiantes avejentados fumaban a escondidas, los que dibujaban complejas madejas enmarañadas, sino más bien la masa de personas que respiraban en su interior desde principios de septiembre hasta mediados de julio.

Para orientarme bien podría haber subido sobre el escritorio, alzarme sobre las cabezas de quienes me rodeaban, como hizo Mr. Keating en aquella película irreal donde los poetas mueren de un disparo en la sien, para otear el panorama, trazar un mapa y guardarlo a buen recaudo en el bolsillo interior de la chaqueta que estaba obligado a utilizar.

Muy al contrario, intenté pasar desapercibido, observar mucho y hablar lo justo, porque por la boca muere el pez y tenía la sensación de que allí había mucho pescador entre el profesorado añejo al que, como ritual, le encantaba menospreciar al recién llegado con contrato temporal en prácticas que obliga, de manera más que legal, a cumplir las mismas horas por menor sueldo.

La primera lección que aprendí es que un profesor solo lo es cuando tiene en su mano un bolígrafo de tinta roja. Encontré así mi varita mágica antes de que doña Juana escribiera su Harry Potter.

La segunda lección me llegó de modo inesperado y se produjo al tiempo que Joaquín, el compañero de secretaría, me hacía firmar el recibí del bolígrafo ejecutor.

  • ¿Un consejo?

Giré la cabeza a mi izquierda.

  • Sí, claro.

No supe hasta más tarde que quien me hablaba era uno de los profesores de EGB.

  • Por cierto, soy Carlos.

Le estreché la mano, y él esperó a que Joaquín se alejara para guardar mi recibo en un cajón de su escritorio metálico para decirme casi al oído.

  • Pégate siempre a los buenos.

Sonreí por amabilidad, procurando ocultar la obvia pregunta y la más que obvia certeza tras el consejo: «¿Te encuentras entre ellos?» Y «estaba claro que me iba a encontrar ganado de todo color», como ocurre en todos los entornos, salvo en las novelas de escritura barata.

Con aquellas dos lecciones en el bolsillo interior de la chaqueta, dediqué el tiempo, que no ocupaban aquellas densas y planas reuniones de organización, a recorrer los cuatro cuerpos del edificio. De cuando en cuando, me cruzaba con algún profesor de Primaria que iba y venía con el mantenedor del centro, señalando los desperfectos que no se habían reparado durante el verano.

  • ¿Qué? ¿Te diviertes?

Aún mantenía flecos de alumno, y aquella llamada de atención me hizo sentir el estómago rígido. El que me hablaba era Paco, el jefe de estudios, que, no hacía más de dos horas, nos había leído la cartilla a todo el personal docente. Seco, cortante en sus maneras, clavaba en el suelo la mirada mientras hablaba. Pasaría tiempo para que llegase a entender que, entre las múltiples clasificaciones de profesorado que pudieran haber, una de ellas es la que establece que existen tres tipos de profesores: el que adora escucharse, el que no le da demasiada importancia a esta cuestión y el que es tan tímido como las ratas y debe hacer un esfuerzo sobrehumano para poder cumplir con su trabajo del mejor modo posible. Es a este grupo al que pertenecía el jefe de estudios.

  • No especialmente.

No había que delatar la excitación de descubrir.

  • Andrés quiere verte.

Giró literalmente sobre sus tacones y zapateó por el pasillo hasta perderse tras el recodo de Bachillerato.

Andrés era el director. Un hombre de sonrisa perenne y mirada exhaustiva que gobernaba el barco con timón firme. A su derecha, en el despacho de la planta baja, estaba Ramón, el coordinador académico capaz de clasificar, en su cabeza, cada uno de los detalles de un colegio del tamaño del Montepío y de sintetizarlo en media cuartilla por una de sus caras.

  • Hombre, Liberato, contigo queríamos hablar.

Se adelantó hacia mí y me cogió por el codo izquierdo, dirigiéndome como a un muñeco hacia el sillón del fondo de la habitación, sobre el cual se abría un mapa de España descolorido bajo el cristal protector. En su esquina izquierda, donde se encontraban las Canarias, leí 1952.

  • Hemos visto que eres licenciado y estás con el doctorado.

Sonreí. Por fin alguien a quien no había que aclarar que mi meta no era recetar paracetamol.

  • Queremos plantearte una propuesta.

Volví a sonreír.

  • Tenemos la necesidad de un profesor de lengua para 5º de EGB.

Seguía sonriendo.

  • Pero te sobra titulación.

La sonrisa se me congeló en la garganta.

  • ¿Tendrías algún problema en hacer un curso que te adapte a tu nueva situación?

Negué con contención.

  • Paco te dará los detalles.

Fue en el trayecto hacia la puerta cuando aprendí la cuarta lección: sabes que una persona tiene autoridad cuando se te congela el brazo junto al que pasa. La tercera fue el baño de realidad.

Dos días más tarde me encontraba estudiando para Auxiliar de Escuela Infantil.

Liberato© 2020

Foto: Robert Doisneau, L’école d’autrefois

Soy Liberato Antonio Pérez Marín

Granada, 1964.
Como autor, firmé la novela Erres —finalista del Premio Nadal 2019— bajo el seudónimo Tomás Marín, en honor a mi abuelo materno. He sido finalista del Max Aub y ganador del V Premio Internacional de Narrativa «Ciudad de la Cruz», entre otros.
Me he dedicado a la enseñanza de la literatura en distintos niveles y he impartido análisis de texto y género de opinión para periodistas, muchos de los cuales están en ejercicio profesional y les sigo con interés.
Viajero por naturaleza, prefiero pasar desapercibido para observar: mis historias nacen de ese detalle que surge por azar y se convierte en revelación.
En este blog comparto relatos inéditos, fragmentos y reflexiones sobre el oficio de escribir, invitando siempre al diálogo literario con quien quiera asomarse.