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Memorias de un profesor desmemoriado – La llegada

Memorias de un profesor desmemoriado – La llegada

Ser profesor es una vocación.

Al menos eso es lo que solía escuchar en mi entorno universitario, en el que los compañeros idealizaban el aula como un lugar en el que tú, docente, hablabas del Quijote, y los estudiantes escuchaban embelesados la catarata de datos ordenados y programados que les lanzabas al vuelo y que ellos, los alumnos, recogían con sus redes de cazar mariposas, porque estaban deseosos de saber de ese loco egregio, idealista y enamorado, ¡ay el amor loco enloquecido por la locura exquisita de amar!

Perdón, no he avisado. Suelo utilizar los genéricos; por lo que compañeros y alumnos engloban al género femenino, y docente se asocia al cargo, al margen del sexo de quien le toque hablar de Alonso Quijano, sobre todo porque, en este caso en cuestión, es de género epiceno. Siento ser tan filólogo, pero esto es lo que hay.

Ser profesor es una vocación, lo corroboro, porque de lo contrario habría buscado con ahínco otra ocupación tras mi única clase de prácticas en la que tuve la oportunidad de contar el número de caries que una alumna del fondo del aula tenía. La chica me lo puso fácil porque no solo me facilitó el primer recuento, sino hasta nueve comprobaciones más, y, como no podía ser de otro modo, tuve que girarme hacia la pizarra para improvisar un esquema de llaves que me cerrara mi bostezo que llevaba minutos deseando expresarse.

Hubo un alumno, tal vez el delegado de clase, que atento a toda maniobra, se me acercó tras el timbre y me susurró un poco tranquilizador, «no es que se aburra, profe, es que no duerme bien, tranquilo».

Aquella fue mi primera lección: no te fíes nunca de la condescendencia.

Creo que ese fue el momento en que, con la absoluta determinación de retrasar mi desembarco en tierra, decidí continuar amarrado al duro banco de la galera turquesca de la universidad y matricularme en el primer doctorado que me garantizara seguir con mi cómodo estatus de estudiante.

Aquella nueva situación trajo, de cuando en cuando, algún malentendido con alguna vecina de mis padres, que se extrañaba de que no hubiera levantado ya el vuelo a veinticuatro años:

  • Pero, a ver ¿todavía estás estudiando? Pues ¿cuántos cursos has repetido?
  • No, no he repetido ninguno, es que estoy preparando el doctorado.
  • ¡Ah! Vas a ser médico.
  • No, médico, no. Doctor.

La pobre mujer se me quedaba mirando sin entender.

  • Y ¿de qué?
  • De Semántica.
  • ¿Y qué enfermedad es esa?

En ese punto, consideraba que no valía la pena dar más explicaciones, no porque no pudiera conseguir argumentar mi situación, sino porque sabía que al otro lado de la conversación, en el fondo, lo que yo dijera no importaba más que el sonido del grifo un día de lluvia.

Era inevitable que a la falta de líquido, dada la escasa estabilidad que aportaban las clases particulares de sintaxis, comentarios o latín, se unieran los “¿trabajarparacuándo?” o «¿tecreesqueestoesunhotel?» que venían a ser los mensajes que el amable coaching de los padres de la época utilizaban como sustituto de la anticuada patada en la posadera que los abuelos habían practicado, en su momento, para despejar el panorama familiar. Pura supervivencia.

Aquellos, poco amables, mensajes me sacaron de mi estado de confort y me lanzaron a repartir el currículum por todas las secretarías de colegios no públicos de la ciudad que pude encontrar en el listín telefónico, a la vez que iba memorizando, con cuidado, el temario de oposiciones para el cuerpo de profesores de secundaria que encargué a mi fotocopiadora de cabecera. El doctorado podía esperar.

  • Pero ¿no ibas para médico?

Se sorprendió la vecina.

  • No, para profesor.
  • ¡Ay, hijo, cuánto cambias de opinión! ¡Tienes contentos a tus padres, los pobres!

¿Para qué iba a aclarar que doctor es un grado académico? ¿Para qué explicar que trabajaba en paralelo para alcanzar un respetable puesto laboral en el prestigioso cuerpo docente que prepara a otros en su afán de ser, en su mayoría, futuros docentes o funcionarios?

No había terminado de subrayar el tema cincuenta y dos del temario de oposición cuando mi madre me gritó, desde el comedor, que tenía una llamada de alguien que habla muy fino. Pensé en la secretaria del departamento y en la posible cancelación de la próxima reunión de doctorandos a la que no tenía la intención de asistir.

  • ¿Liberato?
  • Sí. – Era voz de hombre y no la identificaba.
  • ¿Liberato Pérez?
  • ¿Cuántos liberatos cree que hay en esta casa y que tengan apellido distinto? – Contesté motivado por la perspectiva de memorizar el listado de los libros de la Biblia.
  • Te llamo del Colegio Montepío.

Por unos instantes puse en duda cualquier posible relación que yo podría haber tenido con aquel centro, hasta que caí en la cuenta de que, al margen de deuteronomios o libros de Amós, el que me hablaba no era otro que el amable señor de secretaría que había recogido mi currículum hacía no más de quince días.

  • ¡Ah, sí! Dígame.
  • ¿Puedes pasarte mañana a las cuatro y cuarto de la tarde?

Liberato Antonio Pérez Marín© 2020

Foto: R. Doisneau. Leçon de vélo. 1961

Soy Liberato Antonio Pérez Marín

Granada, 1964.
Como autor, firmé la novela Erres —finalista del Premio Nadal 2019— bajo el seudónimo Tomás Marín, en honor a mi abuelo materno. He sido finalista del Max Aub y ganador del V Premio Internacional de Narrativa «Ciudad de la Cruz», entre otros.
Me he dedicado a la enseñanza de la literatura en distintos niveles y he impartido análisis de texto y género de opinión para periodistas, muchos de los cuales están en ejercicio profesional y les sigo con interés.
Viajero por naturaleza, prefiero pasar desapercibido para observar: mis historias nacen de ese detalle que surge por azar y se convierte en revelación.
En este blog comparto relatos inéditos, fragmentos y reflexiones sobre el oficio de escribir, invitando siempre al diálogo literario con quien quiera asomarse.