Fue por los noventa cuando me llegó esta historia:
Al pie de los Andes vive un matrimonio indígena en su casucha modesta. Ella cría gallinas que vende en el mercado de los sábados, mientras él guía a los turistas que quieren recorrer los senderos más escarpados de la cordillera.
Cuando los visitantes escasean, el indio aprovecha para ascender solo con la intención de descubrir nuevas rutas que poder ofrecer.
Es en una de estas salidas, llegando a lo más alto de un roquedal, cuando se topa de bruces con un nido de cóndor. Allí solo se encuentra un polluelo, feo y arrugado; los padres no están.
El guía no se lo piensa dos veces. Abre el tahalí de tela, donde aún guarda algunos restos de la comida de la jornada, y mete al pequeño cóndor.
Cuando llega a casa, sorprende a la mujer con el pájaro, que deja en mitad del gallinero donde causa el espanto entre los pollos que picotean compulsivos el suelo.
Aquel pájaro se convierte en el reclamo del barrio. Atrae a los vecinos que lo ven crecer, negro, con la cabeza pelada y el pico curvo entre las gallinas que se acostumbran a él.
Una mañana, mientras espera junto a sus compañeras la ración diaria de grano, alza la vista hacia el cielo y descubre en contraste con los jirones de nubes una silueta negra que vuela apacible.
Siente, de repente, un extraño impulso. Patea torpe hacia un extremo del corral, despliega las alas en toda su envergadura e inicia una carrera que lo eleva unos centímetros del suelo. Es la primera vez que intenta volar.
Casi llega ya al final de su recorrido. Un metro le separa del suelo cuando la puerta del corralón se abre, es la india con un cesto repleto de grano que esparce sobre el suelo entre la gallinaza y otros excrementos.
El cóndor detiene la carrera, repliega las alas y hunde el pico rebuscando la comida fácil, con la cerviz doblada al ansia y rutina primarias; mientras la silueta del cielo se aleja.
Liberato © versionado de cuento andino.
Foto: libre de derechos.




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