
El inicio de las vacaciones de verano siempre tenía un ritual ineludible: la atención a las redes sociales de la época.
A la semana del desembarco en la casa que mis padres alquilaban todos los años, la del almendro que cubría con sus brazos el banco de madera, mi madre se sentaba en él para leer y vigilar la calidad de nuestras caligrafías.
Debíamos informar a nuestras amistades de lo agradable del viaje de ocho horas, la temperatura idónea que estábamos disfrutando, el olor del mar que llegaba mezclado con el perfume de las azaleas recalentadas por el sol y, por supuesto, desearles unas felices vacaciones.
Una vez acabada la tarea y sin esperar me gustas, comentarios o emoticonos dibujados en papel rayado, disponíamos de todo un mes para escuchar nuestras risas rosas, nuestros silencios blancos o nuestras carreras a la playa por el camino de tierra protegido por los pinos.
© Liberato 2018
Fotografía: Robert Doisneau, Correspondance à Joyeuse 1959


