
No es fácil salir de clase cuando la campana avisa en sus eternas cinco de la tarde, tampoco lo es entrar a las nueve de la mañana, con sus aristas frías de hielo de acero, porque siempre revolotean las mismas tres hienas tres que se lanzan a morder sobre la dislexia incipiente del gordo Iñaki, tartamudo y niño.
De nada sirve mirar hacia el lado opuesto, escurrirse, orondo, tras las filas ordenadas del patio o camuflarse en el recreo bajo las escaleras, donde los mayores fuman sueños de adultos fingidos. Las alimañas siempre lo encuentran acorralado-acobardado tras el burladero de la mochila infantil. Son los instantes en que, tan solo, resta echar mano de la dignidad, levantar barbilla y recibir en estéreo las bofetadas del desprecio.
Hace tiempo que aprendió a no llamar a la puerta de la sala de los profesores, al fin y al cabo, no necesita que le digan «eso-son-cosas-de-niño-blandurrio», o un desganado «pero-si-eso-no-es-nada» de regreso al café de media mañana.
«Pero sí, sí que duele haber recibido en la cara mofletuda atrapaguantazos cinco sopapos a mano abierta, adulto irresponsable».
Es Anne, la niña que arrastra las erres vestidas de gues y des en su lengua de trapo, la que, mientras corre hacia el servicio, lo encuentra bajo la escalera, muy lejos del horario de recreo.
-¿Qué te pasa Iñaki? ¿Eduagdo te ha pegado?
El niño orondo asiente con síes acompasados por hipidos sordos.
-Tú edes como el patito feo, Iñaki.
El niño orondo se detiene en el pensamiento emplumado del cuento de Andersen.
-Tú, un día, sedás mayog.
Anne se marcha a la carrera urgente, mientras Iñaki se relame el mañana, tal vez con forma de justicia negra, tal vez con traje de discernimiento vivo. ¿Quién lo sabe?
Para cuando la niña regresa, ya no se esconde ningún pato bajo la escalera..
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