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La flautista de Jamelín

La flautista de Jamelín

jamelín

Marcela nunca ha tenido empacho en admitirlo: la mentira siempre ha sido lo suyo.

Lo fue cuando de pequeña novelaba las andanzas, por países lejanos,  de su padre, un conductor de camión de basura con síndrome diógenes. Ilustraba la patraña con los objetos que el progenitor hurtaba al vertedero, en la fantasía de que eran recuerdos de aventuras que su mente construía como hormiga el nido. Todo acabó cuando Pepita, la niña repollo de la clase, gritó, en mitad del recreo, que la figura de porcelana china, que tan ufana exhibía Marcela, era la misma que su madre había arrojado al cubo de los desperdicios.

Con tiempo y tierra de por medio, la ya adolescente continuó saboreando patrañas en otras tertulias. Por aquel entonces, reinventó la fuga de la madre que, agotada del cuchitril atestado de escombro en que el marido había convertido la casa familiar, había decidido pasar al otro lado del charco de la dignidad. La que fue siempre ama de casa se convirtió, de la noche a la mañana, en agregada cultural de embajada, hasta que el novio de su mejor amiga comentó que aquél era el cargo que la KGB daba a los suyos en las películas de espías. Aquel dato iluminador ascendió a la mujer a funcionaria del CNI en misiones exteriores, llegando al grado máximo cuando, Marcela, en un exceso de atrevimiento, alojó a su madre en el interior de uno de los todoterreno que fueron tiroteados por la insurgencia iraquí el 29 de noviembre de 2003; lloró y se dejó arropar, mientras daba detalles que adornaban su necesidad victimista hasta el extremo más morboso. Aquel ascenso a los cielos de la atención se derrumbó en un instante: aquel mismo novio le pidió, ante el grupo de amigas, que le indicara cuál era su madre del grupo del CNI emboscado y tiroteado, mientras le mostraba una foto recortada de la página de un periódico local en la que ocho hombres sonreían a la cámara días antes de dejar, siete de ellos, la vida.

Marcela, tras el descalabro, se impuso la tarea de actualizarse en medios y amistades. Recordó el constante consejo de su madre antes de pasar al plano de la imaginación: «las mentiras tienen la patas muy cortas». Tomó la drástica decisión de prescindir de las amistades, que siempre encontrarían la manera de dejar en evidencia su complejo entramado de construcciones narrativas, y decidió centrarse en el medio que le debía de proporcionar el perfecto cinturón de seguridad: internet. Convencida, se aisló en la cochiquera-tonel paterna que le proporcionaba, de modo incesante, material de inspiración.

Su nueva ocupación se le calzó como un vestido ajustado, sin arrugas ni imperfecciones: influencer.

Tan solo quedaba un detalle: aquellas viejas amistades podrían hablar de modo inconveniente, pero, a fin de cuentas, ¿quién no tiene enemigos que envidian?

Liberato© 20017

 

 

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Soy Liberato Antonio Pérez Marín

Granada, 1964.
Como autor, firmé la novela Erres —finalista del Premio Nadal 2019— bajo el seudónimo Tomás Marín, en honor a mi abuelo materno. He sido finalista del Max Aub y ganador del V Premio Internacional de Narrativa «Ciudad de la Cruz», entre otros.
Me he dedicado a la enseñanza de la literatura en distintos niveles y he impartido análisis de texto y género de opinión para periodistas, muchos de los cuales están en ejercicio profesional y les sigo con interés.
Viajero por naturaleza, prefiero pasar desapercibido para observar: mis historias nacen de ese detalle que surge por azar y se convierte en revelación.
En este blog comparto relatos inéditos, fragmentos y reflexiones sobre el oficio de escribir, invitando siempre al diálogo literario con quien quiera asomarse.