
María recorre el último tramo de la calle con la bolsa de plástico jugando a ser paracaídas. En su mano derecha, las monedas para el pan sueñan el sudor infantil de junio, que despeja las calles a puñetazos de calor.
La niña ronronea la canción del verano en su naricita inocente en el bucle cansino, mientras salta el asfalto que hierve bajo sus pies.
Tiembla de soledad la calle, en la ceguera de la luz castigadora, mientras el lobo despiadado espera escondido, relamiento sus pensamientos torcidos.
La pequeña comienza a tamizar en el aire caliente los olores dulzones que llegan y empachan desde la panadería de Adela.
Cierra los ojos justo en la frontera entre la luz y la sombra que dobla la esquina, entre la canícula de las calles principales y el frescor podrido que desprende la boca de lobo del callejón oblicuo y prohibido.
La niña apenas tiene tiempo de saber qué ocurre, cuando una enorme mano la arranca del suelo y la eleva, al tiempo que otra ahoga el grito.
Caen las monedas al suelo, y la bolsa se deja llevar por la brisa ardiente que se arrastra, agotada en su propio calor, sobre el suelo.
El lobo feroz se relame a resguardo de los contenedores de basura desvencijados unos y abiertos en canal otros, mientras clava su mirada en los ojos de niña. Sonríe sobre el hedor inconfundible del vicio. Sabe que si lo descubren, el tiempo lo redimirá, como siempre, hasta que libre, pueda volver a sentirse lobo entre ovejas.
Liberato ©2017
Ilustración: Gustave Doré



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