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Discípulo de coach macarra

Discípulo de coach macarra

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A Miguel, el profesor de Lengua recién llegado al CEP, no le encaja bien la actitud de uno de sus alumnos; será porque de pequeño un clon antecesor de este pequeño mafioso llamado Emilio le zumbó la cara de lo lindo, sin más justificación que la de «es que yo tengo mano y tú cara».

Miguel acaba de aterrizar a esto de la docencia y aún no ha tenido el estómago encogido porque una madre, peligrosa y armada con ceño fruncido, lo está esperando a la salida del trabajo, de modo que no se lo piensa dos veces cuando considera que tres semanas son más que suficientes para tolerar palizas supervisadas con diligencia y precisión en el recoveco muerto de los servicios.

Ha mandado llamar a Emilio, que entra en la sala de tutoría con aire flojo, blando y un punto bobalicón, no porque lo sea, sino porque sabe que es la actitud idónea para esquivar responsabilidades.

-Siéntate, por favor.

-¿Para qué, maestro?

Miguel calcula e iguala.

-Para que no te canses.

El niño toma asiento en el punto más alejado, sabe que su profesor nunca le podría la mano encima, pero es el modo de dejar implícita la advertencia; una vez delimitada la frontera se derrama hasta conseguir un ángulo de cuarenta y cinco grados.

-¿Qué pasa?

Miguel aguanta el silencio y después contesta.

-Tengo un problema.

Emilio abre los ojos, piensa, calcula y se queja.

-Y ¿a mí qué?

El hombre calla, espera y después añade.

-El problema tiene que ver contigo.

El niño cree conocer la deriva, de modo que suspira y mira el techo en busca de la bola de papel que su hermano, el de segundo de ESO, escupió el curso pasado.

-No, no es lo que crees. Tú no eres mi problema.

Emilio vuelve el rostro hacia el maestro que no ha dejado de observarlo. El niño es consciente de que la puerta está cerrada y que no tiene más que aplicar los tres principios fundamentales que su hermano le ha recomendado para casos como este.

-Mi problema, Emilio, es que en el despacho de al lado está el padre del compañero que recibió ayer una paliza.

-No fui yo.

-No te estoy diciendo que fueras tú, pero el señor de metro noventa que está muy enfadado en el despacho de al lado cree que sí lo hiciste y me ha pedido cinco minutos contigo, aquí, a solas para que le expliques qué te ocurre con su hijo.

Emilio ha cambiado la postura a noventa grados rígida.

-Yo le he dicho que eso no es posible, que no puedo dejarte a solas con él, porque estaría permitiendo que él hiciera contigo lo mismo que tú has hecho con su hijo.

El niño frunce el ceño. Concentrado en la amenaza de enfrentarse a sus actos, ya no los niega.

-Es más le he garantizado que yo me hago cargo de solucionar el problema sin necesidad de que él intervenga.

-¿Y qué le ha dicho?

-Lo tengo ahí enfadadísimo, gritando que no se irá del colegio sin hablar contigo… a solas y después con tus hermanos… a solas.

A Emilio se le crispa la cara. Piensa en el callejón sin salida que se le cierra tras de sí. No sirven de nada las sugerencias chulescas que su hermano le ha impartido en sesudas sesiones de couching macarra. Busca en los ojos del profesor unas briznas de auxilio.

-Dame un instante. Intentaré convencerlo.

Una lágrima se escurre por una mejilla, mientras Miguel cierra la puerta desde el pasillo. El hombre se aleja varios metros, abre una puerta y la cierra de un portazo. Aguarda el cómputo de cien, quiere dar tiempo al tiempo. Después da otro portazo, esta vez con más fuerza y regresa a donde Emilio que espera encogido como un erizo.

-Parece que, o tienes suerte, o tengo mucho poder de convicción.

El niño escapa aliviado a lo largo del pasillo que lleva al recreo, mira de reojo la puerta del despacho donde supuestamente está el padre de Santi, el medio mierda que no soporta por el simple hecho de estar escuchimizado.

Miguel permanece sentado en la sala, espera la sirena que llame a todos de vuelta a clase. Piensa y calcula, aún no tiene suficiente experiencia para saber las consecuencias si Emilio hubiera sido algo más mayor, si hubiera reaccionado en diagonal, o si se hubiera asomado al pasillo y descubierto el teatro.

El rostro de Luis, el profesor de matemáticas, asoma cómplice por el quicio de la puerta.

-No cuentes a nadie la lección que le has dado al niño, no todos entenderían que lo hayas colocado en una situación de indefensión, para que cate su propia medicina.

Miguel afirma con la cabeza.

-Ya sabes, no es políticamente correcto el sopapo pedagógico.

Liberato © 2016

Foto: Robert Doisneau.

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Soy Liberato Antonio Pérez Marín

Granada, 1964.
Como autor, firmé la novela Erres —finalista del Premio Nadal 2019— bajo el seudónimo Tomás Marín, en honor a mi abuelo materno. He sido finalista del Max Aub y ganador del V Premio Internacional de Narrativa «Ciudad de la Cruz», entre otros.
Me he dedicado a la enseñanza de la literatura en distintos niveles y he impartido análisis de texto y género de opinión para periodistas, muchos de los cuales están en ejercicio profesional y les sigo con interés.
Viajero por naturaleza, prefiero pasar desapercibido para observar: mis historias nacen de ese detalle que surge por azar y se convierte en revelación.
En este blog comparto relatos inéditos, fragmentos y reflexiones sobre el oficio de escribir, invitando siempre al diálogo literario con quien quiera asomarse.