Miguel anda rumiando el nuevo curso. A él le hubiera gustado dar clases en los cursos superiores, pero sólo había hueco en quinto de primaria y está claro que, «lejos de espejismos, el trabajo te elige a ti», se repite una y otra vez entre trago y trago de pragmatismo.
Lo peor es que durante la carrera nadie le ha enseñado a enseñar, pero como el valor al soldado, la pedagogía a él se le supone, para eso estudió Historia.
El curso acelerado de didáctica se lo dan sus compañeros: «no olvides que los alumnos no son colegas», «ceros, al comienzo, muchos ceros, ya tendrás tiempo de abrir la mano», «detrás de un niño cabrón, siempre hay una madre armada y peligrosa».
Miguel anota todo con las reservas del candor primerizo, aunque llega a entender que existe un manual latente, urgente y ungido por los siglos de docencia que se transmite de boca a oído, en una suerte de instinto gregario y corporativo muy similar al de las hormigas.
«Debo asimilarlo si quiero formar parte de este mundo», piensa mientras conduce por el pasillo a María, la nueva alumna, que como él estrena colegio, curso y compañeros.
Antes de entrar al aula la observa. Está tensa y siente que debe tranquilizarla. «También es mi primer día» le dice y en seguida se arrepiente.
La niña lo mira desde abajo, frunce los labios y vuelve a fijar los ojos al frente.
Miguel aprecia que la tensión arterial se le dispara; es su primer contacto directo con su grupo, de modo que aguanta la respiración y empuja la puerta.
Sonríe y saluda a Luis, el compañero de matemáticas que, fiel a su filosofía de atornillar el alumno al asiento desde el primer día, ha empezado a explicar cálculo sin tomarse unos minutos para presentar la asignatura, «¿para qué?», suele repetir en la sala de profesores, «las matemáticas son matemáticas y todos han venido al mundo para padecerlas».
Miguel se planta ante la clase y presenta a María «la nueva compañera recién llegada, tratadla bien, viene del norte, niños». Después agradece y sale al pasillo donde se queda pensativo nos instantes.
Le ha parecido ver a Rodríguez Lasarte, Emilio hacer el gesto de anudarse una imaginaria servilleta al cuello y apoyar los puños sobre la mesa, como si sujetara cuchillo y tenedor. Miguel respira hondo, dos preguntas se cruzan en su cabeza, «¿cómo de armada y peligrosa es la señora Lasarte?» y la más preocupante «¿a quién miraba Rodríquez, a María o a mí?»
Foto: Les écoliers de la rue Damesme, Paris 1956 Robert Doisneau
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