
– ¡Estás loco! – Le dice Poco Mantecas. – Uno de estos días no te libras de ir a urgencias ¡joder!
Quino duda de que este no sea el momento de ir al hospital. Hace recuento de su estado y, sin demasiado esfuerzo, baraja la posibilidad de alguna costilla rota, deduce el estado de la mandíbula gracias al intenso dolor que siente al abrir la boca, que le avisa de su umbral con un crujido seco. Lo peor se lo han llevado los dedos de la mano derecha, sangran una tenue línea de puntos oscuros sobre el asfalto, tal vez para no olvidar el camino de regreso a casa de Dulce, la compañera de clase a la que nunca ha tenido el valor de dirigirle la palabra.
***
Elevados sobre las auras amarillentas de las farolas, los tres edificios de pisos colmena parecían gigantes contorneados sobre el resplandor de la ciudad, mecida a intervalos, ya perezosos, de las luces del tráfico que rozaban los límites de la madrugada.
Quino, seguido de cerca por Poco Mantecas, había surgido de la oscuridad, armado de gafas protectoras y una mascarilla de dos filtros que encontró, la tarde anterior, en el baúl de los recuerdos de su padre, pintor de brocha gorda prejubilado por infiltraciones en el pulmón.
Ambos se aproximaban al trote y en silencio hacia el bloque más cercano. En su esquina, la carnicería aún mantenía iluminado el rótulo sobre su persiana impoluta.
Quino dejó la mochila en el suelo y sacó de ella, espray tras espray, el rojo carmesí de los labios sanguinolentos, el negro de las sombras profundas, el blanco para los brillos, el marrón para el rostro, el amarillo de los volúmenes y el azul cobalto de los iris. Todo estaba preparado.
Poco Mantecas se sentó unos metros más allá, lejos de la farola más próxima y sacó de una bolsa de tela, que llevaba cruzada sobre el pecho, queso, pan y una litrona de cerveza.
– ¿Seguro que el camión de la basura pasa a la una?
– ¡Ya te lo he dicho! – Respondió Quino, concentrado en el boceto que llevaba días preparando. – Calla, come, bebe y vigila.
El graffitero toma el bote negro y marca las líneas base del dibujo. Comprueba que la superficie metálica de la persiana se deja pintar con facilidad.
– ¡Tío, no entiendo por qué te la juegas así, esa pava no es para tanto!
Quino lanzó un bufido y guardó silencio. No valía la pena volver a discutirlo, al fin y al cabo Poco Mantecas y él siempre han tenido formas de ver el mundo tan distantes como la noche y el día, o como el mismo Poco calificaba: como la panceta frita y la formulación inorgánica.
Lo aprecia como a un hermano, pero ya ha desistido de explicarle lo que es licuarse cuando la ve sonreír, cuando se le cae un mechón de pelo al inclinarse sobre el libro, allá en clase, cuando susurra con la compañera de mesa; ese gesto lo ablanda por dentro e imagina que es él el que la siente tan cerca.
– No sé qué le ves a esa niña. –Lo interrumpió de nuevo Poco Mantecas. – Además tiene granos y le huele el aliento.
Quino sintió fuego subir desde el estómago y lanzó una mirada oblicua al amigo a través de las gafas transparentes, que lo protegían de la pintura rebotada.
– ¡Cállate, Mantecas, o te doblo, joder!
– ¡Tío, tú estás loco! Ni siquiera eres capaz de acercarte y darle un pico.
– ¡Que te calles! – Insistió Quino.
¿Cómo le iba a dar un pico? Además, no es pico sino beso; pero no, no podía imaginar algo así. Ya era excesivo imaginarla entre despojos de carne, ahí, tan cerca, al otro lado de la persiana, día tras día. Dulce era pura, no como las otras que se escondían en el servicio para fumar.
– Además como se entere el padre la hemos liado, porque el tío es un gigante de dos metros. Que lo tengo más que visto, porque mi madre me manda aquí, a su tienda, a comprar la carne y no sabes cómo es el tío animal. Gasta un brazo que parece el de un toro y tiene a la niña todo el día, cuando vuelve del instituto, liada en la trastienda, que parece que la tiene recluida.
Quino se detuvo y se volvió hacia el amigo.
– Es por eso que tengo que rescatarla y lo primero es decirle a todos que ese padre es un bestia tirano. Ya está. ¡Qué te parece!
Poco Mantecas puso en pie su humanidad y analizó el graffiti.
La amenazante boca abierta de un gigante ocupaba la parte central de la persiana, unos ojos ensangrentados creaban la ilusión de clavarse sobre todo aquel que osara entrar en la tienda, al tiempo que unas manos de dedos sarmentosos parecían querer atrapar a quienes se aproximasen desde los laterales. Tras los dientes del monstruo, se adivinaba una silueta femenina que luchaba por salir y liberarse desde el fondo de la garganta del ogro.
– ¡Madre mía! ¡Qué auténtico!
Quino sonrió satisfecho.
– Me alegro que te guste. Esa que intenta escapar es Dulce y el gigante es su…
– Me cago en la madre que os parió…
Quino y Poco Mantecas se giraron en redondo para toparse de bruces con el carnicero, que tenía ocupas ambas manos con bolsas de basura. Un batín gris apenas ocultaba el pecho del que emergía un mechón peludo, tan espeso como el de su barba.
– Os voy a reventar vivos.
Las bolsas cayeron al suelo.
***
– Estás loco, tío. – Le insiste Poco Mantecas, mientras sostiene como puede al amigo.
– Sí. – Responde Quino. – Loco por amor.
Liberato©2016
Foto: Liberato©2015



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