El diablo del Sena

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Déjeme que le cuente.

Es mejor que se ponga cómoda. Es más, resulta del todo imprescindible estarlo, cuando lo que va a escuchar necesita toda su concentración y así asimilar lo increíble de la historia.

Apenas se habían despedido los años setenta, cuando vine a terminar mis estudios de traducción a La Sorbona. Le he de reconocer que pasaba más tiempo entre los clochards, que dormían bajo los puentes del Sena y sobrevivían el contraste con sus vidas pasadas, que en el aula de la Universidad, pero entiéndame bien, no se trataba de trampear a la responsabilidad, sino que esta actitud provenía de mi más firme convicción de que es preferible ejercitar algo, que estudiarlo en su teoría y qué mejor entorno para hablar francés que entre aquellos viejos desgraciados venidos a menos, con cientos de historias de decadencia humana.

 

Los había viejos abogados de éxito,algún cirujano de prestigio y hasta un funcionario de algún Ministerio, inoportunamente implicado en asuntos turbios. Todos tenían algo en común: toparse en mitad de su éxito con un acontecimiento que les quebró la vida y no encontraron más salida que refugiarse al amparo del río, que con su corriente continua les limpiaba las conciencias.

Bajo los puentes, se arracimaban junto a los mendigos de nacimiento, que aceptaban peor su condición, tal vez porque observaban con envidia a quienes disfrutaron en su día de los lujos inalcanzables.

No dejé de sentirme culpable cuando rechacé a alguno de estos, que se aproximaba con titubeos para relatarme su historia, sabedor de mi curiosidad. Lo cierto es que no tenía tiempo para relatos vulgares de quienes se irán tal y como llegaron, sin nada. A mí me interesaba, de modo casi enfermizo y obsesivo, el descenso de quienes lo tuvieron todo; perseguía la clave que los hizo caer, porque siempre sospeché que la fortuna no es ciega.

Pero me estoy alejando, perdone, ¿le apetece tomar algo?

Fue cerca del final de curso. Yo había vuelto a las clases, como consecuencia de la presión que la profesora de Traducción Legal, más interesada en la uniformidad de las equis en la lista de ausencias que de los verdaderos conocimientos de sus estudiantes, había realizado sobre mi tutor, cuando topé con él.

Era orondo, de mirada penetrante, por qué no decirlo, casi hiriente. Su cercanía pesaba en el ánimo como una losa. Vestía viejos harapos sobre un pantalón que algún día formó parte de un chaqué. Hablaba francés con un evidente gorgojeo hueco de inglés americano. Lo más particular de aquel clochard era el puro habano que siempre lo acompañaba. A mí, que siempre me ha gustado cuadricular el círculo, busqué un razonamiento coherente que explicara cómo aquel indigente podía permitirse un lujo reservado solo a unos pocos.

Pronto nos hicimos amigos, o al menos eso creí yo. Me habló de premios, películas, gente de cine que, reconozco, tomé más por producto de su fantasía alcoholizada que de realidad vivida.

Lo más inquietante era que cuanto más tiempo pasaba junto a él, más me costaba volver a mi habitación de la residencia universitaria; llegué, incluso, a dormir algunas noches bajo el mismo puente, no lejos de aquel enorme bulto que roncaba la humedad del río.

Llegamos al final, ¿seguro que no quiere tomar algo? Le aseguro que la taza está limpia. Acérquese más al fuego, el suelo está frío y comienza a subir la niebla.

Caí en la cuenta, demasiado tarde, en que su forma de mirar, mientras relataba las historias, eran similares a dos arpones que se clavaban, aquí, muy dentro ¿sabe a lo que me refiero? Casi dolían. Esa mirada penetrante era acompañada siempre por la acción de encender el eterno habano con profundísimas aspiraciones de su humo. Lo eran de tal forma que, en cada calada, yo llegaba a sentirme aspirado y a cada pulso, más cansado.

Lo terrible fue el no ser consciente de que me estaba robando el alma, entretenido como estaba en los detalles de aquel plano cenital, en las miserias de un productor o en su fascinación por la mirada de la mujer gato.

Fue ya tarde cuando tuve consciencia de que aquellos ojos diabólicos habían fijado su diana en mí y que aquella costumbre de aspirar el humo hasta el final no era tal, sino la forma de enmascarar el modo en que succionaba el ánimo de sus víctimas que, sin fuerzas para huir, se quedaban ancladas aquí, junto al Sena, junto a la corriente que lava nuestros demonios.

¿Que si le pregunté cómo se llamaba? Por supuesto señorita y me dijo que Orson, solo Orson.

¿Por cierto, le importa a usted que yo me encienda un cigarrillo?

Liberato ©2016

Foto: Sam Levin: Orson Welles , 1962.

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Soy Liberato Antonio Pérez Marín

Granada, 1964.
Como autor, firmé la novela Erres —finalista del Premio Nadal 2019— bajo el seudónimo Tomás Marín, en honor a mi abuelo materno. He sido finalista del Max Aub y ganador del V Premio Internacional de Narrativa «Ciudad de la Cruz», entre otros.
Me he dedicado a la enseñanza de la literatura en distintos niveles y he impartido análisis de texto y género de opinión para periodistas, muchos de los cuales están en ejercicio profesional y les sigo con interés.
Viajero por naturaleza, prefiero pasar desapercibido para observar: mis historias nacen de ese detalle que surge por azar y se convierte en revelación.
En este blog comparto relatos inéditos, fragmentos y reflexiones sobre el oficio de escribir, invitando siempre al diálogo literario con quien quiera asomarse.