El agua fría titilaba en la espalda destellos metálicos, láminas punzantes de amoníaco llenaban el aire desde el vaquerizo, la hierba, demasiado seca, dañaba las plantas de los pies con mordiscos de astilla y la voz chillona de tía Amelia rompía el runrún de las chicharras con agudos imposibles.
-¡Detrás de las orejas! No te olvides las orejas. – Gritaba.
La pequeña María no sabía el motivo por el que las orejas, sus orejas, eran tan importantes. Ella no se las veía.
Una avispa se acercaba amenazadora con su zumbido sordo, arrancando pequeños espasmos de pánico en la niña.
Esta fue la impronta de aquel verano del 49,
sin embargo, ¡ay!, ¡quién volviera a vivirlo!
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Foto: Robert Doisneau, La douche à Raizeux, 1949




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